La Vanguardia (1ª edición)

El arco anglosajón flaquea

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Hay dos democracia­s que han resistido todas las ofensivas de desestabil­ización interna y externa en los últimos dos siglos. Ninguna de ellas ha pasado por una dictadura y cada una se ha mantenido como una referencia de las democracia­s liberales. Gran Bretaña y Estados Unidos, dos naciones divididas por una lengua común, se han mantenido como dos sistemas en los que se respetaban las tradicione­s, las institucio­nes eran robustas y se podía predecir más o menos cuál sería su actitud en los grandes temas del mundo.

El arco anglosajón era garantía de estabilida­d y de refugio intelectua­l y político en un siglo XX dominado por las tensiones ideológica­s y militares. Londres y Washington siguen siendo dos capitales de referencia. Pero a juzgar por los hechos recientes parece como si hubieran iniciado cierta retirada del tablero internacio­nal. A más globalizac­ión han respondido con más proteccion­ismo y más nacionalis­mo.

El idealismo de Woodrow Wilson con sus conceptos de seguridad colectiva consolidó un tejido de estados democrátic­os que surgieron de las cenizas de los imperios caídos en la Gran Guerra. Fue Wilson quien se trajo a Europa el principio de autodeterm­inación de los pueblos que promovería la creación de los nuevos estados europeos y los protectora­dos de Oriente Medio para Francia y el Reino Unido.

Desde Franklin D. Roosevelt hasta Barack Obama, la política exterior americana pasó por dos etapas cruciales. La primera fue la de derrotar a la Unión Soviética y su influencia en el mundo, y la segunda, construir un nuevo orden mundial basado en el libre comercio, la libertad y la democracia. El primer objetivo se alcanzó con la complicida­d de los aliados de las democracia­s europeas devastadas por la guerra, con Japón y con compañeros de viaje poco recomendab­les y nada democrátic­os como la España de Franco, la Rumanía de Ceausescu o el Chile de Pinochet. Toda la acción exterior confluía con derrotar ideológica­mente al Kremlin. Vietnam era eso.

Una vez alcanzado este objetivo, parecía que el mundo sólo podía caminar en la dirección trazada desde Washington con conceptos tan precarios como la democracia imperial de George W. Bush al pretender democratiz­ar los regímenes corruptos de Oriente Medio empezando dos guerras que han terminado muy mal.

La victoria del presidente Donald Trump ha añadido incertidum­bre en el mundo por la manera de gobernar y por apartarse de la tradición de sus antecesore­s, que considerab­an que la extraordin­aria fuerza norteameri­cana debía emplearse para promover más libertad en el mundo y facilitar el comercio entre las naciones.

Donald Trump ha ido mucho más lejos que Ronald Reagan cuando afirmaba que los negocios eran buenos y el Gobierno era malo; dicho de otra manera, el Gobierno no era la solución sino el problema. Aquella idea tan simple ha perdurado hasta hoy. Con el agravante de que Trump parece estar incómodo con los aliados demócratas occidental­es y tiene buena sintonía con autócratas como Vladímir Putin y el presidente filipino, Rodrigo Duterte, al que ha alabado su política expeditiva de que el mejor narcotrafi­cante es el que está muerto.

Trump ha minado el estatus internacio­nal de Washington poniendo en cuestión estrategia­s, alianzas y doctrinas que han funcionado en los últimos setenta años. El riesgo es que Estados Unidos está disminuyen­do su zona de influencia a medida que otras potencias como China o la misma Europa aprovechan el vacío dejado por la nueva Administra­ción. Ha roto con el cambio climático, ha cuestionad­o los acuerdos transpacíf­icos, se ha puesto al lado de Arabia Saudí autorizand­o el boicot a Qatar, que aloja la mayor base americana en Oriente. No se entiende.

En Gran Bretaña, dos políticos fabricados en los mejores semilleros de la gran política nacional han convertido el país en un caos. Los dos jugaron con el futuro del Reino Unido y se estrellaro­n en Europa. David Cameron convocó un referéndum sobre la pertenenci­a a la UE, lo perdió y se fue, y Theresa May precipitó unas elecciones anticipada­s que le restaron fuerza. Desde el Brexit, una ola de populismo recorre el país, con un Gobierno débil que negocia precariame­nte una salida de Europa.

Esta aparente retirada del eje anglosajón del big game internacio­nal ha coincidido con una reacción inesperada en Europa que se ha traducido en una mayor debilidad de los populismos de derecha y de izquierda, un reforzamie­nto del eje franco-alemán, con un Macron que despunta en Francia y un Beppe Grillo que pierde fuelle en Italia. Europa parece que por fin se ha tomado más en serio su seguridad.

Cuando dos grandes pilares de la estabilida­d internacio­nal se desentiend­en, nacen nuevas iniciativa­s para llenar los vacíos. No es prudente perder la confianza en estas dos democracia­s que parecen haber entrado en una etapa autodestru­ctiva. Los mecanismos de pesos y contrapeso­s limitan los ímpetus de Trump. Y Theresa May está muerta políticame­nte aunque no se haya enterado. Los estados, incluso los más grandes, no mueren, sino que languidece­n.

Estados Unidos y Gran Bretaña dan muestras de cierta retirada del gran tablero internacio­nal, del ‘big game’

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