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Las acusaciones de pederastia vertidas sobre el cardenal George Pell, número tres en la jerarquía de la curia vaticana, y la construcción del nuevo tramo de tranvía a lo largo de toda la avenida Diagonal.
EL papa Francisco se enfrenta a la que, probablemente, sea la peor crisis de su pontificado. En la madrugada de ayer, la policía australiana acusaba al cardenal George Pell, uno de sus colaboradores más próximos, de abusos sexuales, que habría cometido en Australia en los últimos decenios del siglo pasado, y por los que deberá declarar el próximo 18 de julio ante un tribunal de primera instancia de Melbourne.
Pell, de 76 años, primera autoridad católica de Australia, es desde el 2014 el responsable de las finanzas de la Santa Sede y, como tal, la tercera persona en la estructura de la curia vaticana. Forma parte del consejo de ocho miembros que aconseja al Santo Padre. Y su nombre figura en la lista de posibles candidatos a la silla de San Pedro. Pell, que ayer reivindicó su inocencia y obtuvo permiso papal para volar a Australia con el propósito de restablecer su buena fama, es la más alta autoridad de la Iglesia católica que ha visto su nombre relacionado con asuntos de pederastia. La reacción del Vaticano, que no le ha exigido la dimisión, fue ayer de respaldo a Pell.
Decíamos que esta es la peor crisis a la que se ha enfrentado Francisco, y lo decíamos por tres motivos distintos. El primero es que Pell, pese a su perfil conservador, en muchos aspectos opuesto al del Papa, es un hombre de su plena confianza. El segundo es que, como tal, ha desarrollado una importante tarea, muy apreciada por el Papa, en pro de una mayor transparencia de las finanzas vaticanas, cuya gestión opaca dio durante años quebraderos de cabeza a los responsables de la Iglesia católica. En este aspecto, la sintonía entre ambos ha sido total. Y el tercer motivo es que las acusaciones contra Pell, que no han sido detalladas por la policía, pero que se sustentan según fuentes oficiales en numerosos testimonios, contrastan poderosamente con la resuelta política seguida por Francisco contra los abusos sexuales cometidos por ministros de la Iglesia católica. Al poco de ser elegido como sucesor de Benedicto XVI, Francisco emprendió una cruzada contra la pederastia, creando una comisión especial para atajarla, y pidió perdón a las víctimas, tanto por los excesos sufridos como por la omisión de su explícita condena. El objetivo de dicho ente era, pues, doble: erradicar los abusos y disipar cualquier sospecha de encubrimiento de semejantes delitos. La actitud de Francisco –que ha llegado a lamentar la falta de personal para acelerar la resolución de “dos mil casos amontonados” de pederastia– ha supuesto un claro progreso respecto de épocas anteriores, en las que estos asuntos a menudo no obtuvieron la atención que requerían de la jerarquía eclesiástica. De hecho, hasta los años noventa no empezaron a tramitarse denuncias contra sacerdotes y religiosos por abusos sexuales cometidos contra menores en la segunda mitad del siglo XX.
Una noticia como la de la acusación de Pell no es buena para la Iglesia católica. Pero mucho peor sería la noticia de que este tipo de abusos sexuales se toleran, se silencian o se ocultan. Es difícil intervenir sobre lo ocurrido en el pasado. Y es imposible modificarlo. Pero la política aconsejable en el presente y en el futuro debe estar muy clara, en línea con lo ya expresado por el papa Francisco al respecto: tolerancia cero ante cualquier abuso sexual a menores. En este sentido, no caben dudas ni flaquezas. La lucha de la Iglesia contra las conductas delictivas debe ser decidida e infatigable.