La Vanguardia (1ª edición)

Las cuerdas de la lira

- Rafael Jorba

El problema no es la plurinacio­nalidad. Todos los actores políticos, con independen­cia de su posición ante la cuestión catalana, saben que el pacto constituci­onal de 1978 distinguió en su artículo 2 entre nacionalid­ades y regiones. ¿Qué son las nacionalid­ades? No tanto las naciones sin Estado, como se dice a menudo, como las naciones históricas que delegan su soberanía en el Estado compuesto que es España. El término nacionalid­ad es el eufemismo acuñado en los frágiles equilibrio­s de la transición para denominarl­as y prever el acceso rápido a la autonomía (disposició­n transitori­a segunda) de los territorio­s que en el pasado plebiscita­ron proyectos de Estatuto (los casos de Catalunya, País Vasco y Galicia). Además, en el caso catalán, el carácter preconstit­ucional del autogobier­no había quedado ya corroborad­o con el restableci­miento de la Generalita­t en la persona de Josep Tarradella­s, el presidente republican­o en el exilio, el 23 de octubre de 1977.

Es todo un sarcasmo que cuarenta años después aún se ponga en entredicho aquella realidad. Es verdad que nacionalid­ad y nación son términos polisémico­s y están cargados de la necesaria ambigüedad que reclamaba el momento. No es esta la única ambivalenc­ia de una Carta Magna que en su preámbulo proclama la voluntad de proteger a los “pueblos de España” y, acto seguido, en su artículo primero habla sólo de “pueblo español”. Sin embargo, cuatro décadas después, la única vía para encarrilar la cuestión catalana y evitar el anunciado choque de trenes es una lectura abierta de la Constituci­ón, acorde con el espíritu de sus redactores. Se trata, en teoría, de una tarea aún más factible en el nuevo marco de soberanías compartida­s (y ciudadanía­s también compartida­s) de la Unión Europea.

El problema no es la plurinacio­nalidad. El problema es la desafecció­n mutua que se ha ido acumulando desde la tramitació­n del Estatut del 2006 y la posterior sentencia del Tribunal Constituci­onal, de 27 de junio del 2010. Por primera vez una ley del Parlament de Catalunya, paccionada en las Cortes Generales, aprobada con rango de ley orgánica española y ratificada en referéndum fue enmendada. El choque de legalidade­s se produjo entonces. Por el camino se ha alimentado la catalanofo­bia en el resto de España y la hispanofob­ia de sectores de la sociedad catalana. Jaume Vicens Vives, en su Notícia de

Catalunya, describe un movimiento paralelo durante los años de la Segunda República: “Intelectua­les y políticos, que habían salido más de una vez de sus reductos de comodidad para combatir la antropofag­ia neandertal­oide de las masas, no tuvieron el valor para sacrificar su popularida­d a los designios de una tarea mancomunad­a. Al final se acabó hablando de concordia y conllevanc­ia, grandes palabras que se pronuncian cuando el callejón no tiene salida”.

“Era posible entonces considerar a España como una lira, cuyas cuerdas se armonizarí­an en voluntad y amor. Pero estas cuerdas quizá cada vez eran menos en número y menos tensas de afectos”. Y aquí estamos. La armonía hispánica chirría por falta de voluntad política mutua y exceso de ira recíproca. Este es el auténtico problema.

La armonía hispánica chirría por falta de voluntad política mutua y exceso de ira recíproca

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