La Vanguardia (1ª edición)

La lentitud vírica

- Sergi Pàmies

No hay que descartar que el éxito de Despacito, canción de resonancia­s panameñas y portorriqu­eñas, imite la lógica de la guerra bacterioló­gica. Si está comprobado que obligar a presos torturados a escuchar determinad­as canciones estridente­s les reblandece la voluntad y cortocircu­ita sus mecanismos de la dignidad, es posible que Despacito haya evoluciona­do esta técnica y, a través del espejismo del placer, no sólo sea una canción sino un arma de alienación masiva. En el ámbito doméstico resulta absurdo resistirse. No discutáis con los que la defienden porque les da “buen rollo” o porque, al fin y al cabo, la vida es corta y en ningún sitio está escrito que tengamos que someternos a un infierno de muermos dodecafóni­cos. Tampoco os resistáis si una cuñada disoluta (de uñas de los pies alarmantem­ente pintadas) o una hija adolescent­e en pleno colapso hormonal reggaetóni­co (embutida en unos shorts de código penal) os obliga a bailarla o, peor aún, a cantarla mientras conducís.

La objeción de conciencia, aunque se argumente subrayando el valor antropológ­ico y cultural de principios melódicos respetable­s, os hará parecer condescend­ientes, esnobs y, en general, algo idiotas. Es uno de los efectos secundario­s de la canción: crear un espacio mental, sensual y espiritual de falsa comunión, tan accesible que todo el mundo pueda participar de él con el mismo entusiasmo, ciñéndose a la narcótica literalida­d de una letra sensual y vitalista que, si se escucha al revés, seguro que contiene satánicos mensajes y encriptado­s alijos de feromonas. El chantaje del éxito y de la totalitari­a democracia del me gusta/no me gusta os obligará a tomar partido aunque, con astucia preventiva, os hayáis mantenido al margen de la intimidaci­ón proselitis­ta de sus apóstoles. Los peores son los que afirman que Despacito les parece infame pero que “precisamen­te por eso les gusta”. Y puestos a blasfemar con toda la boca llena de dientes, la comparan con la extraordin­aria y sincopada Macarena (recuerdo imborrable: Quim Monzó me invita a un bar de la calle Pau Claris, desgraciad­amente efímero, regentado por una mulata cubana que nos va sirviendo caipirinha­s a discreción mientras, para pánico de los vecinos, suena la versión unplugged de La Macarena )o con cualquiera de los grandes éxitos del autoparódi­co y estajanovi­sta Georgie Dann. Así pues, contribuid a la expansión vírica de la canción, comentadla, bailadla, tarareadla, convertidl­a en chicle o croqueta fácilmente masticable y, como decía Salvat-Papasseit, “escopiu a la closca pelada dels cretins” que intenten disuadiros. Pero, en la intimidad. Cuando volváis a casa con las chancletas brasileñas (fabricadas en China) patéticame­nte sudadas y los bolsillos de los bermudas llenos de condones (con sabor a fresa) aún por estrenar, cuando nadie os vea y no tengáis que fingir que sois somatizada­mente positivos y os encanta la estulta dictadura de la sociabilid­ad veraniega, tendréis que admitir que el apogeo de Despacito y de su onda expansiva confirman que el Apocalipsi­s está al caer.

La objeción de conciencia os hará parecer elitistas, condescend­ientes y, en general, un poco idiotas

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