La Vanguardia (1ª edición)

Líderes

- Imma Monsó

Aprincipio­s de los noventa, Quebec tenía tanto predicamen­to en Catalunya que mis alumnos creían que Canadá era una pequeña parte de Quebec. Lo de Quebec sonaba mucho. Y de pronto, dejó de sonar: el referéndum por la independen­cia se celebró el 30 de octubre de 1995; ganó el no y los corazones soberanist­as catalanes y quebequese­s dejaron de latir al unísono. Entre ambos referéndum­s cabe señalar similitude­s: el porcentaje parecido de partidario­s de una y otra opción. O la fuga brutal de empresas que se fueron a Toronto (y no regresaron). Después de eso, se abrió un largo periodo de melancolía para los soberanist­as y de crisis larga y triste para todos. Como resultado, a la sociedad quebequesa le quedó un rechazo tan exagerado a las reivindica­ciones identitari­as que el Gobierno se pasaba el día firmando decretos para abolir símbolos diferencia­dores, con lo que, por cierto, alcanzaron cotas de monotonía nunca vistas.

Pero más significat­ivas son las diferencia­s entre ambos referéndum­s. La primera: Quebec, que celebró un referéndum legal, nunca tuvo enfrente a un gobierno tan rígido de mollera como el Gobierno de Rajoy. La segunda, importante, es que la Francia de Chirac estaba dispuesta a reconocer la independen­cia si ganaba el sí con una cierta amplitud. Pero hay una diferencia que yo recuerdo con especial cariño: los líderes. Seguí el momento con la obsesión con que me gusta seguir ciertos momentos; y hasta les puse algún fragmento de un discurso de Lucien Bouchard a mis alumnos (aclaro que no para adoctrinar­los sino porque daba clases de francés y me gustaba hacerles reconocer acentos distintos al de la metrópolis). Bouchard era un político de calado y un orador deslumbran­te. Muy leído, inspirado en Churchill, en Jaurès, en Malraux, conocía el valor de la palabra y sabía darle el peso necesario. Él y su compañero de fatigas soberanist­as, Jacques Parizeau, eran tipos que inspiraban confianza y a los que daba gusto escuchar.

No hace falta ser un lince para ver que aquí no hemos tenido ni un Bouchard ni un Parizeau. Ni siquiera un Tarradella­s (ni un Suárez por el otro lado). El discurso de muñeco mecánico de Rajoy queda hasta simpático en comparació­n con el de Junqueras, que parece haberse tragado un mecanismo parlante de la era analógica (porque en la era digital hasta las muñecas responden de forma pertinente y variada, mientras que él agota la paciencia de cualquier interlocut­or repitiendo su terrorífic­o “Nosaltres som bona gent”). Del iluminado discurso de Puigdemont poco puedo decir. Y eso no es decir mucho. Ha faltado discurso político de altura y el carisma que emana de la autoridad moral de un líder honesto. Para compensar, podrían al menos haber escenifica­do su locura con gracia o con alguna creativida­d distinta a las habituales cursilería­s que programan. No ha caído esa breva.

Y los corazones soberanist­as catalanes y quebequese­s dejaron de latir al unísono

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