El legado de Abdelkrim
Ignacio Martínez de Pisón escribe sobre la región del Rif: “Alhucemas no ha dejado de ser noticia desde que hace un año se inició una cadena de multitudinarias manifestaciones que se saldaron con el encarcelamiento de medio millar de personas (...) Todo empezó cuando un pescadero local murió triturado por un camión de la basura mientras trataba de recuperar la mercancía que le había sido confiscada”.
Empezó a interesarme el norte de Marruecos cuando, en el último curso universitario, me propuse hacer una tesis doctoral sobre las novelas surgidas al calor del Desastre de Annual, de julio de 1921. La llamada guerra de África había inspirado algunos de los mejores libros españoles del siglo XX, de los que yo entonces conocía los tres principales: Imán, de Ramón J. Sender; El blocao, de José Díaz Fernández, y La ruta, de Arturo Barea, segundo volumen de su memorable La forja de un rebelde. Pronto mis visitas dominicales al mercado de Sant Antoni me permitirían añadir algunos títulos más a la lista. Entre ellos, a la altura de los tres citados, destaca Quatre gotes de sang, del reusense Josep Maria Prous i Vila, un impresionante dietario que, seguramente por la fecha en que fue publicado (1936), nunca gozó del favor de los lectores y que hace seis años se publicó en castellano en la editorial de dos buenos amigos, Malcolm Otero Barral y el añorado Joan Barril. Aquel proyecto de tesis acabó quedando en nada (un par de artículos eruditos y poco más), pero mi interés por la zona se mantuvo, y años después escribiría dos novelas ambientadas en el protectorado, una en la convulsa década de los veinte y la otra en los años inmediatamente anteriores a la descolonización, que se produjo en 1956.
En la guerra de África sólo morían los desposeídos. En un lado, morían los andrajosos guerrilleros rifeños que se habían alzado en armas para defenderse de una invasión extranjera y, en el otro, los desdichados españolitos que, por no poder pagar la “cuota” que les libraba de marchar al frente, habían sido arrancados de sus aldeas y enviados al matadero en una tierra lejana y hostil. Los hombres de Abdel-Krim tuvieron en jaque al ejército español, más numeroso y mejor armado, hasta que, tras el desembarco en la bahía de Alhucemas, el ejército del dictador Miguel Primo de Rivera les infligió la derrota definitiva y forzó su rendición. En el camino quedaron decenas de miles de cadáveres.
El poblado surgido en 1925 para facilitar las labores del desembarco creció pronto hasta convertirse en una ciudad. Fue bautizada como Villa Sanjurjo en honor de uno de los generales que comandaron la operación militar y desde 1956 se llama Alhucemas. Es una ciudad pequeña, de poco más de cincuenta mil habitantes, una de esas ciudades que casi nunca salen en los periódicos. Alhucemas, sin embargo, no ha dejado de ser noticia desde que hace un año se inició una cadena de multitudinarias manifestaciones que se saldaron con el encarcelamiento de medio millar de personas. Recordemos que todo empezó cuando un pescadero local murió triturado por un camión de la basura mientras trataba de recuperar la mercancía que le había sido confiscada. El suceso desencadenó una ola de protestas que reivindicaban mejoras sanitarias y educativas para la región del Rif. La gestión del Gobierno, que entonces respondió con una combinación de mano dura y concesiones parciales, fue desautorizada hace pocos días por el rey Mohamed VI, que reconoció de forma explícita el fracaso de su Administración al destituir fulminantemente a tres ministros. Sí, ahora los manifestantes saben que tenían razón, pero eso no les permitirá recuperar el tiempo pasado en prisión y tal vez ni siquiera servirá para mejorar las condiciones de vida de la zona.
Que una muerte accidental provocara una reacción tan intensa y duradera quiere decir algo. A los rifeños no les faltan motivos para sentirse maltratados. A finales de 1958 se desató un movimiento popular no muy distinto del de este último año. Entonces los manifestantes reclamaban, entre otras cosas, la creación de empleo y la reducción de impuestos. La revuelta del Rif se prolongó hasta que en febrero del año siguiente fue sofocada por el ejército, que no se anduvo con contemplaciones y bombardeó la zona con napalm. Treinta y tantos años después, la historia se repetía, sólo que ahora la guerra química no se libraba con gas mostaza sino con napalm y la brutal agresión no la llevaban a cabo tropas extranjeras sino el propio ejército nacional. Lo peor de todo es que quien estaba al mando de las operaciones era un joven príncipe que sólo dos años después accedería al trono. Ahí quedó establecido el destino de esas provincias, a las que Hasan II castigaría durante las casi cuatro décadas de su reinado, condenándolas a la marginación y la indigencia. Las cosas cambiaron tras la coronación en 1999 de Mohamed VI, que desde el principio se esforzó por cauterizar las heridas que su padre había dejado abiertas. Cualquiera que haya viajado por la zona habrá notado la transformación. El antiguo abandono gubernamental ha sido sustituido por un notable esfuerzo inversor, que sin embargo se ha centrado sobre todo en los alrededores de Tánger y Tetuán. Los habitantes de lugares como Alhucemas han visto cómo nuevamente la prosperidad pasaba de largo por delante de sus casas: de ahí la persistencia de las protestas. Manifestación antigubernamental en Alhucemas el pasado mayo
Mohamed VI se ha esforzado desde el principio por cauterizar las heridas que su padre había dejado abiertas