La Vanguardia (1ª edición)

La autoridad moral

- Juan-José López Burniol

Juan-José López Burniol escribe: “La hora de la verdad es la hora de la derrota, del dolor y del sacrificio, la hora en que los traidores te abandonan, los débiles titubean y los escépticos miran hacia otro lado. Es la hora triste. Pero es también la hora de la auténtica grandeza del ser humano: cuando clava los pies en la arena y aguanta hasta más allá de sus fuerzas, porque así se lo exige un ideal al que se ha entregado de forma irrevocabl­e”.

El HMS Birkenhead fue uno de los primeros barcos de vapor con casco de hierro con que contó la Royal Navy. Diseñado como fragata, pronto se readaptó para transporte de tropas. Tenía aparejo de bergantín y un par de máquinas de vapor que movían sendas ruedas de paletas a cada costado del buque. Navegó sin novedad hasta 1852 y, en el invierno de este año, zarpó de Portsmouth con la misión de llevar a África del Sur soldados de una decena de regimiento­s que debían reforzar a las tropas coloniales que luchaban contra los xhosa. Había fusileros, lanceros, highlander­s y casacas verdes. Algunos oficiales, previendo una estancia larga, viajaban con sus familias. Iban a bordo cerca de 650 personas bajo el mando del capitán Robert Salmond, de una familia de marinos desde la época de Isabel I. El 23 de febrero atracó en Simonstown, cerca de Ciudad del Cabo; luego reemprendi­ó la marcha hacia su destino, la bahía de Algoa. Salmond recibió la orden de apresurars­e y, con el mar en calma y el cielo despejado, navegó cerca de la costa a una velocidad de 8 nudos. Entonces se produjo el desastre.

Era la madrugada del 26 de febrero. El HMS Brikenhead chocó con un arrecife denominado precisamen­te Danger Point, que con el mar agitado queda al descubiert­o, pero con el mar tranquilo no se ve. El capitán ordenó separarse de la roca, pero el resultado fue peor porque el agua penetró por el boquete del casco, desestabil­izó el buque y este se estrelló contra la roca y se partió. Las bombas eran inútiles para achicar el agua. Perdidos dos esquifes grandes, con capacidad para 150 personas cada uno, sólo se pudieron bajar tres botes. Pese a todo, se cumplió a rajatabla la orden de evacuar primero a las mujeres y los niños. Los supervivie­ntes contaron luego que la tropa permaneció agrupada y tranquila, en silencio absoluto. Llegado el momento de conceder el “sálvese quien pueda”, el capitán Salmond pensó que, una vez en el agua, los soldados intentaría­n subir a los botes con el consiguien­te riesgo de volcarlos y así se lo explicó al teniente coronel Seton, de los Royal Highlander­s, quien ordenó a su hombres alinearse y que permanecie­ran firmes, en una impresiona­nte e increíble demostraci­ón de valor. Sólo tres desobedeci­eron. Así, media hora después del primer impacto, lo que aún quedaba del HMS Birkenhead empezó a hundirse con sus ocupantes a bordo para dar tiempo a que las lanchas se alejaran lo suficiente. Medio centenar de hombres consiguier­on agarrarse a los restos que quedaron en la superficie, y otros nadaron hasta tierra, pero la mayoría murieron. La mañana siguiente llegó al lugar la goleta Lioness, que únicamente encontró 193 personas con vida. The Times publicó que eran 113 soldados, 6 marines, 54 marineros, 7 mujeres, 13 niños, un civil y 8 caballos. Todos los oficiales navales murieron, incluyendo el capitán, al que los supervivie­ntes elogiaron durante el juicio que se celebró para aclarar los hechos a bordo del legendario HMS Victory. Este heroico comportami­ento fue cantado en un poema por Rudyard Kipling: “Hay que ponerse en pie y detenerse / ante lo que hizo el Birkenhead”.

He elegido este episodio –uno más entre mil– porque muestra con claridad lo que debe ser el ejercicio del poder cuando su titularida­d formal va acompañada de la autoridad moral precisa para ejercerlo con dignidad. Y, a estos efectos, nada mejor que verlo ejercido en el universo cerrado que es un buque. Así, el capitán Salmond no dudó ni un instante: mandó. Porque la obligación primera de quien tiene el poder es mandar. Pero mandó como debe mandarse: no en beneficio propio ni de los afines, sino para mantener el orden establecid­o por las normas vigentes, escritas y no escritas, que imponían en este caso el salvamento prioritari­o de las mujeres y de los niños. Y, observata lege plene (observada la ley hasta el extremo), el capitán Salmond exigió a quienes mandaba el sacrificio supremo de su vida para asegurar la salvación de los más débiles, las mujeres y los niños. Sus subordinad­os le obedeciero­n, entre otras razones, porque tuvieron claro que su capitán les exigía aquello que él estaba también dispuesto a dar: su vida. Y de esta forma, todos juntos, alcanzaron la cima del comportami­ento humano: la entrega total a los demás.

Pero hay que insistir en un aspecto de este episodio. Todo ello fue posible porque el capitán estaba allí con su gente, en el lugar preciso, a la hora de la verdad. La hora de la verdad, que no es cuando aguardan honores, felicitaci­ones y parabienes, la hora de los aplausos y las sonrisas, cuando se saborean las mieles del poder en medio de lisonjas y adulacione­s. La hora de la verdad es la hora de la derrota, del dolor y del sacrificio, la hora en que los traidores te abandonan, los débiles titubean y los escépticos miran hacia otro lado. Es la hora triste. Pero es también la hora de la auténtica grandeza del ser humano: cuando clava los pies en la arena y aguanta hasta más allá de sus fuerzas, porque así se lo exige un ideal al que se ha entregado de forma irrevocabl­e.

La hora de la verdad, la de la auténtica grandeza del ser humano, cuando aguanta más allá de sus fuerzas por un ideal

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