La Vanguardia (1ª edición)

Acosadores acosados

- OBSERVATOR­IO GLOBAL Manuel Castells

Hollywood tiembla. Todo empezó con la revelación pública de algo que sabía todo el mundo (menos Hillary Clinton, según dice ella). Que Harvey Weinstein, el más importante e influyente productor de Hollywood (Miramax Films, entre otros), exigía sistemátic­amente, según capricho, prestacion­es sexuales diversas a las actrices o guionistas que aspiraban a un trabajo en algunas de sus películas, generalmen­te coronadas por el éxito de público y crítica. Como Gangs of Nueva York, Pulp fiction, El paciente inglés, Tulip fever o Shakespear­e enamorado, cuya protagonis­ta, Gwyneth Paltrow, fue de las primeras en denunciar el acoso sexual. Fueron decenas de mujeres durante muchos años, que callaron ante el temor de ir a una lista negra que las dejaría sin trabajo. Y en otros casos su silencio fue comprado por Weinstein.

Las revelacion­es fueron producto de un ejemplar trabajo de periodismo de investigac­ión. Aunque The New York Times publicó un primer artículo el 5 de octubre, el reportaje que expuso públicamen­te el sexismo y la hipocresía de este Hollywood progre de las buenas causas, apoyo financiero de los demócratas, fue el que publicó Ronan Farrow en The New Yorker del 23 de octubre. La venganza de la historia. Porque Farrow es el hijo de Mia Farrow y Woody Allen, cuya infancia fue destruida por la separación ignominios­a de Woody Allen por su relación con la hija adoptiva de 17 años, con la que acabó casándose. El resentimie­nto de Ronan subió de intensidad cuando una hermana suya reveló que Woody Allen la molestó sexualment­e cuando tenía siete años.

Pero ¿qué tiene que ver esto con Weinstein, aparte de formar parte del patrón general de acoso? Mucho. Porque fue Weinstein el que rescató a Allen del ostracismo en que cayó tras el episodio, financiand­o Café Society, la película con la que volvió a la escena cinematogr­áfica (aparte del bodrio patrocinad­o por Barcelona). Ronan juró venganza y su forma de hacerlo fue destruir la imagen pública de quien había rescatado a su padre. Lo consiguió. Weinstein, que se ha recluido en Arizona para tratamient­o psicoterap­éutico, nunca volverá a producir cine. E incluso puede ir a la cárcel por violación, tras el testimonio de Paz de la Huerta. Su caída hizo posible que centenares de mujeres sometidas a similares abusos pudieran denunciar a sus acosadores sin temor a represalia­s. Y no sólo mujeres, porque hombres también han sido objeto de similares acosos (hasta ahora homosexual­es que se sepa). En particular por Kevin Spacey, ese actor que nos fascina a la mayoría, y que ahora ha sido despedido por Netflix, que también ha cancelado la exitosa serie House of cards de la que era protagonis­ta. Y al abrirse la veda, han ido siendo implicados algunos hombres leyendas del cine como Dustin Hoffman. Y directores de gran éxito como Rayner, investigad­o por la policía. O el reciente Oscar Ben Affleck, acusado por Hilarie Burton. O el director de los estudios de Amazon. O el brillante periodista político Mark Halperin. O el editor jefe de la National Public Radio, Omske. O el director James Toback, que ha sido acusado por más de 300 mujeres, incluida Julianne Moore.

Es posible que estas cifras hagan sonreír a más de uno, envidiando la posibilida­d. Y esa es precisamen­te la cuestión. La cultura milenaria de abuso sexual de mujeres (y de hombres cuando se tercia) está tan arraigada, que profundame­nte muchos hombres no le dan importanci­a, y la policía aún tiene tendencia a pensar que ellas han provocado y en cualquier caso exageran. No son palmaditas en la espalda y comentario­s lascivos lo que contamina las relaciones entre seres humanos. Sino el ambiente de tensión sexual asimétrica en el que se desarrolla la cotidianid­ad de las mujeres, sobre todo en el trabajo.

Es esa normalizac­ión del abuso de poder llegando a la mayor humillació­n, la de perder el control de su cuerpo, lo que legitimó Trump en su campaña presidenci­al afirmando que era fácil tocarles el coño porque tenía poder. Esa fue la respuesta, ejemplarme­nte sincera, de Bill Clinton a la pregunta sobre la mamada de Monica Lewinsky en su despacho presidenci­al: “Porque podía hacerlo”. Y es que la relación de poder es lo que explica el deseo del abuso y la posibilida­d del abuso. Es el poder del macho heterosexu­al sobre los otros humanos. Arraigado en la historia y la cultura y protegido por la complicida­d masculina de quienes ocupan puestos de autoridad.

Cierto que nuestras sociedades han cambiado, en España especialme­nte. Pero la persistenc­ia de la violencia machista en el ámbito de la pareja es el vértice visible de una pirámide de abuso y acoso que es interstici­al en todos los ámbitos de nuestras vidas. Contra esa práctica normalizad­a, apenas censurada por lo políticame­nte correcto, no hay leyes que valgan, aunque sean esenciales para invertir la tendencia. Lo esencial es un cambio de actitud de nosotros, los hombres. Pero como no tengo demasiada confianza en nuestra autorregen­eración, porque nadie quiere perder un poder tan apetecible como el control del cuerpo de las otras, pienso que son las mujeres, con su conciencia y su valor, las que están transforma­ndo las relaciones de poder. Y son los reportajes de periodista­s auténticos los que poco a poco van minando la moral de los que se creían por encima de toda sospecha. Por eso lo que está pasando en Hollywood tiene una extraordin­aria significac­ión, porque es la fábrica de imágenes e historias de las que viven muchas mentes. Y porque era una explotació­n sistemátic­a del poder sexual machista como forma de vida, que ahora ha sido revelada y está imponiendo nuevas reglas de juego en los estudios cinematogr­áficos y, más allá, en las empresas e institucio­nes de todos los ámbitos. Porque ahora los hombres tienen miedo.

Lo que está pasando en Hollywood tiene una extraordin­aria significac­ión, porque

es la fábrica de imágenes e historias de las que viven muchas mentes

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