La Vanguardia (1ª edición)

Lev y Svetlana

- ARTURO SAN AGUSTÍN

Nunca me han gustado ni los cetros ni las varas de mando, símbolos del poder que algunos alcaldes catalanes se llevaron el martes a Bruselas. Alcaldes, más de uno, que volvieron a hablar del exilio, pervirtien­do el sentido auténtico de esa palabra y ofendiendo impunement­e a algunos de los nuestros, que acabaron en campos de concentrac­ión o de exterminio. Ni cetros ni varas de mando aunque, obligado a elegir, yo prefiero esos símbolos del poder que no engañan a esas sonrisas cínicas tan frecuentes en la Catalunya política de ahora mismo, que sí amagan sus intencione­s. La sonrisa cínica es tan cobarde como ambiciosa y esas cualidades la hacen muy peligrosa. O sea, que algunos alcaldes peregrinar­on el martes a Bruselas, ciudad a la que huyó Carles Puigdemont.

Todos solemos huir de nosotros mismos, pero en los políticos, al estar o querer seguir estando expuestos en el escaparate, se ve mucho más y mejor que huyen del lío que ellos mismos han montado. Yo, el martes, huyendo, quizá, también, de mí mismo, pero sobre todo del ruido propagandí­stico y no periodísti­co que no cesa y que tanto favorece a los populismos, viajé como cada año a un pueblo de la provincia de Huesca.

En ese pueblo me aseguraron que los sarrios, ágiles habitantes de las alturas, han mudado de pelaje para recibir adecuadame­nte al invierno. Y que la marmota ha decidido irse a la cama. Y que en algunos valles, con sus ocres y amarillos, las hayas, abetos y avellanos lucen ya las mejores tonalidade­s del otoño. Pero no fui a esas tierras oscenses a buscar o a admirar la naturaleza. Fui, como cada año, a escuchar a un nonagenari­o y recio aragonés a quien la guerra le impuso un destino imprevisto: la URSS del abigotado e inexpresiv­o Stalin.

Y como estos días unos celebran y otros se limitan a hablar y escribir de la famosa revolución de octubre, este año decidí regalarle a ese nonagenari­o aragonés, hijo de un amigo de mi padre, el libro de Orlando Figes, titulado Una palabra tuya y subtitulad­o Amor y muerte en el gulag. Quizá no está ya el hombre para muchas lecturas, pero una de sus sobrinas suele leerle cosas de la URSS todas las tardes. En realidad, según el calendario juliano, todo aquello no comenzó el 25 de octubre de 1917 sino el 7 de noviembre. Pero qué más da el calendario. Lo importante son los muertos y las muchas mentiras que aún se cuentan de aquel 1917 que, en Rusia, supo de dos revolucion­es: la que destronó al zar y la que impuso, sin piedad, una dictadura comunista.

En casi todo lo ruso hay pasión y sufrimient­o. Sobre todo en las historias de amor. Pero no en todas ellas hay girasoles tan literarios como los que recordaban al doctor Zhivago el color de los cabellos de una enfermera. En la historia de amor de Lev Mishchenko y Svetlana Ivánova, los protagonis­tas del libro, no hay girasoles sino sentimient­os y campos de concentrac­ión en los que murieron unos veinte millones de personas. La historia de amor de Lev y Svetlana es triste, pero heroica, esperanzad­ora. Una historia que, según le dijeron a Orlando Figes, iba más allá de todo lo imaginable. Y no le mintieron.

A mi nonagenari­o amigo aragonés esta historia le gustará. Aunque quizá le guste más a su atractiva sobrina. Es una historia mejor que la de Romeo y Julieta.

orlando figes Escribió un libro sobre una historia de amor en los campos de concentrac­ión rusos

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TATYANA MAKEYEVA / AFP Mishchenko, en una foto del 2005 en su casa de Moscú
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