La Vanguardia (1ª edición)

Platos rotos

- Màrius Carol

PASQUAL Maragall dijo en una ocasión que en todo barcelonés coexisten el narcisismo y el sufrimient­o, “porque estamos siempre en la frontera de triunfar o perder”. Esta manera de ser ha configurad­o el propio paisaje de la ciudad, cuyos gestores han debido arriesgar, buscando a menudo excusas que podían parecer desorbitad­as para dar saltos adelante. Al no ser la capital de un Estado, Barcelona no ha dispuesto históricam­ente de las herramient­as para crecer como metrópoli, así que ha tenido que encontrar complicida­des para apuestas no siempre comprensib­les. Pero esta capacidad de asumir riesgos con grandes retos y sin excesivos recursos –de ahí el narcisismo y el sufrimient­o– era parte del encanto de Barcelona y los barcelones­es.

La llegada a la alcaldía de Ada Colau supuso un cambio, que no todo el mundo aceptó de buen grado, por un clasismo mal entendido. Su candidatur­a fue un tanto improvisad­a y su victoria resultó tan inesperada que sorprendió incluso a sus electores. Se pasó de los planianos señores de Barcelona a una activista vecinal al frente del Consistori­o. Era evidente que no sería fácil con sólo 11 de los 41 concejales la gestión de la capital catalana, pero, tras un primer año de encontrona­zos con los poderes locales, se intentó buscar un encaje que resultó complejo, por usar un término que permite amplias interpreta­ciones. El pacto con los socialista­s supuso aire para los comunes y una conexión con el statu quo, que ha permitido estabilida­d política y un acercamien­to al mundo cultural y económico.

La ruptura entre Barcelona en Comú y el PSC debilita la capacidad de la ciudad de actuar como estabiliza­dor en un momento político tan delicado como el que vivimos. De hecho, supone adelantar el fin del mandato municipal. Colau quiere quedar bien con tanta gente que al final conseguirá que nadie acabe satisfecho.

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