La Vanguardia (1ª edición)

Gran Miralda

- Quim Monzó

De nuevo la costura. El martes, Víctor-M. Amela entrevistó a Lluís Sans, presidente de Santa Eulalia, y ahí aprendí que la tienda –actualment­e en el paseo de Gràcia– lleva ese nombre porque tuvo su segunda sede en el Pla de la Boqueria, donde había habido uno de los portales de la muralla medieval, el de Santa Eulàlia. Mi única relación con ese establecim­iento es haber sido compañero de clase, en el Instituto Ausiàs March, de un chico que se llamaba Garrido y que, muchos años después, trabajó ahí como figurinist­a. Como en muchos centros educativos, en aquel instituto todos teníamos un mote y el de Garrido, por su manera afeminadís­ima de hablar, era la Mujer. Ahora habrían acusado a todo el alumnado de bullying, como mínimo. Al final de la entrevista, Lluís Sans explica que celebrarán el 175.º aniversari­o de la empresa el 7 de abril, con “una fiesta creativa en el paseo de Gràcia, diseñada por el artistazo Antoni Miralda”.

Consistirá en un gran desfile que, por razones obvias, empezará en el Pla de la Boqueria y pasará por delante del establecim­iento actual. Acabará en los jardines del Palau Robert, donde, como será plena tarde, los invitados merendarán y habrá “un elemento sorpresa” que Sans dice no conocer “para no condiciona­r al artista”.

Miralda está de actualidad. El fin de semana pasado montó en Miami el festín

El banquete mágico, un juego de palabras con los cubitos Maggi. Se lo encargó el Museo de Arte y Diseño del Miami Dade College. En el festín, que tuvo lugar en el barrio de Little Haiti, hubo tamales de yuca, ceviche con mango, pain challah, pozole, dips de cebolla, todo dispuesto en un bufete amarillo y rojo, un altar con los colores de los cubitos Maggi. Según El

Nuevo Herald, participar­on artistas plásticos y bailarines, haitianos y venezolano­s miamenses, y estuvo amenizado por la banda Rara, que interpreta música rara (no confundirl­a con extraña). Mucha gente conoce a Miralda por un proyecto que jugaba con el ritual del noviazgo previo al matrimonio. Lo desarrolló a partir de 1986 y lo culminó en 1992 con motivo de los Juegos Olímpicos de Barcelona. El objetivo era que el monumento a Colón de esta ciudad y la estatua de la Libertad de Nueva York se casaran. Dada la distancia, por poderes, claro. Las primeras noticias que tuve de Miralda fueron durante los setenta, cuando cada mes compraba Serra d’Or para, entre otras cosas, leer las crónicas de arte que escribía Alexandre Cirici Pellicer.

Cirici Llapisser lo llamábamos; nadie se escapa de un mote. En muchas de esas crónicas aparecía Miralda. En la época en la que se fue a París tras haber hecho la mili, construía acumulacio­nes obsesivas de soldaditos de plástico, de juguete, situados a millares encima de muebles u ocupando salas enteras. Después empezó a preparar comidas de colores. Arroces teñidos de azul, por ejemplo, una tonalidad que no provoca precisamen­te ganas de comer. Tantas décadas después, viendo cómo ha acabado la cocina

creativa, hay que reconocer que fue un gran precursor, el visionario que supo anunciar la gastronomí­a estrambóti­ca que después nos ha caído encima.

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