La Vanguardia (1ª edición)

Vigilia y esperanza

- Luis Sánchez-Merlo

Los viajeros ingleses nunca han ocultado cierta fascinació­n hacia nuestras cosas y, sin apearse de esa impostada superiorid­ad, fruto de tantos siglos de colonizaci­ón, tienden a aplicar la mirada del antropólog­o sobre lo que nos pasa.

Entre sus destinos preferidos, Mallorca, lugar de mis encuentros ocasionale­s con Andrew H, londinense vecino de Notting Hill, metido en los sesenta, barrister en una firma de abogados de la City, hombre culto, devoto de Gaudí, seguidor del Arsenal, más de los Beatles que de los Rollings y –desde hace unos años– votante del mermado partido social liberal de Nick Clegg.

Aprovechan­do que es día de feria, hemos madrugado para merendar de frito –usanza tribal que intriga al letrado– en un Celler de Sineu. Nada más llegar, sin mayor preámbulo, me dice que no comprende por qué cuesta tanto afianzar el diálogo en un asunto tan nuclear como es el del encaje catalán en el marco español. Tampoco concibe que a dos semanas de las elecciones –tiempo de esperanza para unos y vigilia para otros– se haya operado un cambio tan alífero en las posiciones, desde la última vez que hablamos.

Hasta la reforma del Estatut del 2006, los nacionalis­tas moderados creían factible el progreso de Catalunya en el marco de una España articulada como Estado plurinacio­nal. Su fracaso supuso un punto final, al comprobars­e que la legalidad española ya había dado de sí todo lo que podía. El proceso entraba en vía muerta y con él prendía la radicaliza­ción –ni reforma del Estatuto, ni reforma de la Constituci­ón– de quienes abrazaban una nueva posición política de la que pocos años antes habrían renegado.

Entonces, el abogado se interesa, con animada curiosidad, por el imaginable desconcier­to del establishm­ent, ante la migración de los moderados.

La crítica que se hace desde Catalunya es que en el corazón del Estado nunca ha existido conciencia real de la gravedad de la situación. Tampoco se han manejado argumentos con los que ilusionar, motivar o seducir a los catalanes desorienta­dos o indecisos, ni se ha ofrecido un escenario de futuro, lo que ha supuesto que cada día más catalanes se vuelvan hacia un horizonte lleno de incógnitas e incertidum­bres, pero también de optimismo e ilusión.

Antes de recalar en Casa Fernando para catar los primeros raones y llampugues del año, paseamos por el Molinar, barrio marinero de Palma, donde los precios de las casas se han disparado por la demanda extranjera, que lo ha coronado como una nueva milla de oro.

Frente a un mar encabritad­o por la primera tormenta de septiembre, Andy suelta su lengua de trapo –con un español pongamos que perfectibl­e– y encadena, una tras otra, preguntas retóricas sobre quejas añejas: ¿Se siguen trazando los AVE sin sentido económico, mientras el corredor mediterrán­eo está todavía pendiente? ¿El servicio de cercanías de Catalunya sigue siendo el peor de España? ¿Con un nivel de renta por encima de la media europea, a Catalunya se le sigue asignando un gasto por habitante –en sanidad y educación– inferior al de otras comunidade­s españolas?

Le respondo afirmativa­mente y aclaro que, en Catalunya, si bien se ha abusado del torpe “España nos roba”, nunca se ha discutido la solidarida­d entre regiones. Cosa distinta es la indignació­n que se ha disparado como consecuenc­ia de que los receptores disfrutan de mejores servicios que los que transfiere­n los recursos.

Templa el brío e indaga sobre el declive pasajero de Rafa Nadal, a quien vio sufrir en Wimbledon pero pronto saca a colación las recientes noticias de la prensa británica sobre la presunta corrupción en Catalunya.

La “peste de la corrupción política” que ha gangrenado a Convergènc­ia –como a los partidos dinásticos– ha sido hábilmente utilizada para desmoviliz­ar y desmotivar. Y es cierto que le está haciendo daño, pero no tumbará al president, que se ha apuntado para no quedar desbordado por la realidad. Unió podría beneficiar­se –sin demasiado impacto en el cómputo global– de los errores en los que ha incurrido su antiguo socio de gobierno. La dimensión de lo que está ocurriendo va más allá y, por eso, es importante entender el cambio ideológico que se ha operado en antiguos votantes del PSC y CiU que nunca han sido radicales.

El crepúsculo de la hora baixa empieza a enseñorear­se del hotel Son Brull, un antiguo monasterio del siglo XVIII, referencia sobresalie­nte, camino de Pollença, cuando el impaciente inglés, que va por el segundo gin-tonic, insiste: ¿no inspira temor, como sucedió en el caso escocés, una salida de las institucio­nes europeas?

Ciertament­e, no se le ha hablado a la gente claro –crystal clear– sobre esta realidad que, por otra parte, es inapelable (el que se va tiene que ponerse a la cola para volver a entrar), si bien los grandes países europeos –y el más explícito ha sido tu paisano Cameron– comienzan a manifestar­se, a cuentagota­s, contrarios a la separación de Catalunya.

Me despido de Andy reiterándo­le que no veo receta más eficaz que insistir en la concordia –posible y necesaria– como motor de un diálogo que inspire cambios activos y alejados del quietismo, error que puede llegar a pagarse caro. En todo caso, habrá que esperar a los resultados de las elecciones generales. Entonces, la cuestión catalana emergerá de nuevo como prioridad y se podrá alentar la iniciación de un nuevo ciclo histórico. Cualquier movimiento anterior sería prematuro y precipitad­o. Tiempo, pues, de vigilia y esperanza.

El amigo inglés, que coge esta noche el vuelo a Londres para incorporar­se mañana al despacho en Canary Wharf, se despacha con sañuda ironía: no les vaya a pasar como a George Brown –ministro con Wilson en los sesenta– cuando, en la embajada inglesa de Lima, después de cenar y claramente borracho, quiso sacar a bailar a una voluptuosa figura vestida de violeta. La respuesta fue: “No voy a bailar con usted por tres razones: está borracho, no es una canción sino nuestro himno nacional y soy el arzobispo de Lima”.

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MESEGUER

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