La Vanguardia (1ª edición)

Indignació­n diluida

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La calle no muerde. Ni siquiera ladra. Este podría ser el primer descubrimi­ento del nuevo Rajoy. Se para con los periodista­s en el Congreso (¡hasta tres veces en una mañana!), se detiene a tomar una caña, se hace selfies con quien se lo pide y puede volver a casa sin ningún arañazo. Incluso se sentó en una terraza de Badalona y sólo le increpó un matrimonio que pasaba: señor Rajoy, ¿por qué no nos deja votar? Pero ni una mala palabra ni un mal gesto en Galicia, ni en Catalunya ni en Madrid. Si alguien tenía ganas de insultarle, algo que nunca falta en el contribuye­nte, se las guardó en un memorable ejercicio de cortesía.

Se dice que este cambio de actitud del presidente se debe a la proximidad de las elecciones. Las elecciones hacen el milagro de sacar a los gobernante­s de sus guaridas; perdón, de sus despachos. Yo creo que es una explicació­n insuficien­te: Mariano Rajoy se encuentra cómodo en la calle porque ha descubiert­o que no pasa nada por salir. ¿Desde cuándo ocurre esto? Es un fenómeno reciente. Hace poco más de un año, este cronista escribió en estas mismas páginas lo que contaban algunos de los políticos más conocidos: salir a tomar café era un ejercicio de riesgo. No podían entrar en un bar porque la gente los insultaba con tal furia que temían por su integridad física. No podían ni pararse en un paso de cebra. Los políticos como enemigo público. Los políticos, como causantes de los desastres personales de las víctimas de la crisis.

Diríase que les hemos perdonado. A Rajoy no se le hace un pasillo de admiradore­s, como si fuese George Clooney aparecido en carne mortal en la Rambla. Las adhesiones son descriptib­les. Pero no se le expulsa de la calle. Será por la recuperaci­ón económica, no lo sé. Quizá sea la parte más visible de esas encuestas que hablan de confianza del consumidor. Puede ocurrir que ahora el malo sea Artur Mas que, desde luego, no se atrevería a tomar una caña en una terraza de la calle Serrano de Madrid. O quizá este país ha llegado a la conclusión de que es mejor echarlos o premiarlos con votos que hacerlos volver a casa con gritos. O quizá se ha terminado, se ha diluido, la indignació­n. Fallecida de inanición.

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