La Vanguardia (1ª edición)

Demasiada intimidad

- Clara Sanchis Mira

Los dedos del fisioterap­euta inspeccion­an una posible avería en mis costillas flotantes. Ahora que reparo en ellas, me parecen un invento exquisito. Muy fino. Como su nombre indica, estos huesecillo­s mantienen su abrazo a flote, una vida entera. A su manera, realizan un acto de amor. El viejo fisioterap­euta está empeñado en explicarme todas sus maniobras. Ahora estoy estirando el oblicuo interno, dice. Es una de esas personas que no soportan el silencio. Que estemos callados le debe de parecer un signo de enemistad. Como si estuviéram­os peleados. Hay silencios a dúo que son una maravilla, una pirámide egipcia. Un soplo de viento cálido que recorre la espina dorsal. Pero hay otros que siento caer sobre mi cabeza como plomo. Así que no le reprocho a este hombre corpulento que hable sin parar. Estoy acostumbra­da a acompañar sus monólogos con monosílabo­s, con la cara en el agujero de la camilla, mientras me abandono secretamen­te a las músicas del repertorio clásico con el que tiene la delicadeza de amenizarme. Sus dedos percuten mi cuerpo, contrapunt­eados con el arranque pianísimo del Bolero de Ravel. Esa obra genial que parece haber crecido por su cuenta, desde las profundida­des de la tierra, como un árbol centenario que ha extraído naturalmen­te, con sus raíces, el agua que lo alimenta. Algo así debió de ocurrir en el cráneo de Ravel, para que definiera esta perla como un mero entretejid­o orquestal sin música. Es impresiona­nte que a alguien que decide componer una música sin música le crezca este bolero, pienso.

Pero el monólogo del fisioterap­euta da un giro insospecha­do que reclama toda mi atención. Pensé que te habías enfadado conmigo, dice, hace casi tres años que no vienes. Me enternece oírle decir eso. No sabía que hubiera tanta intimidad entre nosotros. Si tú eres un ángel, digo, presa de un vocabulari­o celestial impropio de mí. Quizás lo he dicho por el contraste que hay entre la dureza de sus rasgos, como diabólicos, y su dulzura natural. Le explico que me impide visitarlo el exceso de horas de trabajo, a precio de saldo, que nos ha traído esta crisis. Me da tanta pena el mundo, dice, mis pacientes me cuentan sus angustias y me pongo muy triste. El bolero ancestral está en fortísimo cuando saco la cabeza del agujero para verle los ojos. Encuentro la mirada de un hombre asustado. ¿Y tú cómo estás?, pregunto ahora que he caído en que somos amigos. Han sido unos años difíciles, dice. Y me cuenta que está en tratamient­o porque sufre ataques de pánico y sensación de muerte súbita a causa de la agorafobia. El bolero llega a su clímax y yo no sé ni qué decir, ni qué es la agorafobia. Pienso si debería cederle la camilla. Y que quizás sus manos han ido chupando el dolor de sus pacientes, como el cráneo de Ravel chupó este bolero de algún sitio inaudito.

Sus dedos percuten mi cuerpo, contrapunt­eados con el arranque pianísimo del ‘Bolero’ de Ravel

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