La Vanguardia (1ª edición)

“¿Qué le pasó a mamá?”

Florence Kiplagat, que mañana corre en Barcelona, retrocede hasta su infancia en Kenia

- Sergio Heredia

Porque si hay un contrincan­te al que debes vencer en una carrera de larga distancia, ese no es otro que el tú de ayer Haruki Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr

En un momento de la conversaci­ón, Florence Kiplagat se estremece.

Hemos retrocedid­o hasta su infancia en Kapkitong, una aldea en el valle del Rift. Es febrero de 1987. Cuando Florence Kiplagat nace, su madre muere. La mujer se desangra en el paritorio: traía dos gemelas. Florence sobrevive. Su hermana muere, igual que la madre.

Florence se cría junto a su abuela y junto a su tío, William. –¿Y el padre? –No supe nada de él. La abuela hizo de madre. Y el tío hizo de entrenador.

–William era un buen atleta. Corría el maratón en 2h10m. William me levantaba por las mañanas, a las cuatro, y me sacaba a correr. Corríamos diez kilómetros al alba. Y luego, yo iba y venía de casa al colegio. Dos kilómetros cada vez. En total, ocho al día. –Salen 18 diarios –calculo. –A veces eran más. –Y a usted, ¿le gustaba correr? –¿Qué iba a decir? Yo hacía lo que me decía William. Desde luego, esto de correr no era el sueño de mi vida. –¿Y entonces...? –A la fuerza, iba mejorando. Y pronto pude salir a correr más allá. Me invitaron a competir en Nairobi. Me saqué el pasaporte a la carrera. No podía creerlo. ¡Me había subido a un avión! –Decidió seguir adelante. –Ganaba dinero. Podía ayudar a la familia. Se convirtió en mi forma de vida.

Florence Kiplagat habla bajito. Hay que acercarse mucho para oírla.

Tiene una bonita casa en Iten. Y también una hija de doce años y otra de nueve.

–A la pequeña la veo a diario. La despierto y la acompaño al autobús. Y la espero junto a la parada cuando viene por la tarde. A la mayor la veo menos. Vive y estudia en Nakuru, a más de tres horas en coche. La veo una vez cada tres meses. Las echo de menos, se lo aseguro.

Florence Kiplagat ha ganado tanto dinero con el atletismo que ahora tiene el futuro asegurado. Dice que quiere montar una escuela para huérfanos. Ya tiene las tierras. Ahora hay que construir.

–Sé de qué estoy hablando. Lo he vivido yo misma.

Durante muchos años, Florence Kiplagat creyó que su abuela era su madre.

–Una vez, en la escuela, alguien me avisó: ‘Quien te cuida no es tu madre; es tu abuela’. No les creí. Tenía seis años. –¿Cuándo lo supo? –Me lo dijeron al cumplir los catorce. Entonces quise saber quién era mi padre.

Le contaron que el padre vivía en una aldea próxima. A unos kilómetros de allí. Salió a la carretera y fue a buscarlo. Llevaba la dirección anotada en un papel. Fue preguntand­o a los vecinos: ‘¿Sabe dónde está esta casa?’.

–Finalmente, llegué hasta allí. Había un hombre borracho en la entrada. Tendría unos cuarenta años. Le pregunté: ‘¿Eres mi padre?’. Apenas podía hablar. Me dijo: ‘No lo sé. Pero pasa y hablamos’. Salió corriendo. –Me dio miedo. Volvió al día siguiente. Entonces, el hombre estaba sereno. Volvió a preguntarl­e: –Y entonces me dijo que sí, que él era mi padre.

–¿Qué ocurrió?

–Le pregunté: ‘¿Qué le pasó a mamá?’. Y me contestó: ‘Nunca te lo voy a contar’.

Hace un rato que se le han enrojecido los ojos: Florence Kiplagat se echa a llorar.

–Me fui y ya no volví. Aquel hombre nunca me dio nada. Jamás me ayudó. Ni un pañuelo de papel. Decidí olvidarle. Pensar en él ya no iba a ayudarme. Sólo podía traerme pensamient­os negativos. –¿A qué se dedicaba él? –A nada. –Pero tenía que comer, pagar la casa...

–En Kenia, en el campo, las cosas no son así. Tú tienes tu casa y tus tierras. Trabajas las tierras y comes de ellas.

Florence Kiplagat trabaja los caminos de Iten. Están a 2.400 m de altitud. Los recorre a zancadas. Tiene dos liebres, gente que le ayuda en los entrenamie­ntos. Se entrena dos veces al día. El

morning run de las seis de la mañana. Y luego, a las diez. –A veces hago una tercera sesión. Me salen 200 kilómetros semanales. De ellos, 40 son realmente duros. –¿Cuánto de duros? –Lo suficiente. Así justifica su récord del mundo del medio maratón. Ese 1h05m09s que registró en Barcelona, hace dos años. Dice que intentará batirlo el domingo (la keniana Peres Jepchirchi­r batió el viernes el récord mundial de esa distancia con un tiempo de 1h05m06s). –¿Y sus hijas? ¿No corren? –Sé cómo es este mundo. No les gusta. Dicen que les duelen las piernas. O el pecho. Nunca les pediré que hagan nada que resulte doloroso para ellas. Quiero que tengan la mejor vida posible.

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CÉSAR RANGEL Florence Kiplagat posando para La Vanguardia, el jueves en Montjuïc
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