El deterioro de España
Cuando la izquierda está dividida, la derecha gobierna de manera inmóvil y sin dinamismo y los nacionalismos aprovechan las coyunturas históricas de depresión española para plantear la secesión, el país se deteriora. No es una afirmación sin respaldo histórico. Así sucedió en el siglo pasado. Concretamente en dos periodos bien delimitados: el de la Restauración y el de la II República. Ortega y Gasset también irrumpió con el discurso de la “nueva y vieja política”, pronunciado en mayo de 1914. Lo que el filósofo madrileño decía entonces adquiere una extraña actualidad. Sus palabras podrían repetirse ahora en un contexto diferente pero que evoca el deterioro de España. Y digo de España –también de Catalunya, president– y no sólo de su sistema político porque la oxidación de las instituciones se está filtrando en la sociedad provocando los síntomas de una crisis que suponíamos superada: la de la increencia, el escepticismo y la fatiga democrática. Otra vez esa carencia que se hace crónica en nuestra historia: un proyecto de largo aliento para una España que se desvencija porque no hemos mantenido ni la épica, ni la ética, ni la estética de la transición y los nuevos partidos –con su supuesta nueva política– parecen recaer en los comportamientos de los que quieren sustituir. Somos un país de recidivas, nunca curado de sus propios demonios familiares, y siempre presto al desgarro interno.
La cuestión catalana –presente de continuo en la historia de España aunque ahora con incrustaciones fakes y versiones alternativas, una emotividad manipuladora y una expresión alejada del cosmopolitismo que ha devenido en una suerte de acusado populismo– es el síntoma más urgente y perentorio de esta crisis, pero no el único. Este fin de semana se puede comprobar como quienes prometían “asaltar el cielo” desde una modernidad transversal y descabalgar a la clase dirigente, están ofreciendo un recital anacrónico y pésimo de bandería y reyerta. Se impondrán, seguramente, los más radicales como sucede con frecuencia en las organizaciones partidistas aunque luego no reciban el respaldo de las mayorías sociales. Podemos tiene una parte de ideología y otra de instrumentación. La ideología la atesora Iglesias con su neocomunismo debidamente blanqueado por las tesis de Ernesto Laclau que ofrece vetas también del pensamiento de ese antiliberal destructivo que fue Carl Schmitt que autores como Miguel Saralegui han considerado “un pensador español”. Mientras, el PSOE regresa al escenario del convulso mes de octubre del 2016 afrontando unas primarias en mayo que, muy lejos de los criterios de unidad que su gestora ha querido lograr, van a escenificarse con argumentos divisivos que encierran –de López a Sánchez y de ambos con Díaz– proyectos políticos e ideológicos de muy alejado parentesco.
La derecha española refugiada en el PP de Mariano Rajoy está inmóvil pero se conserva en formol: ahí está el sondeo del CIS del pasado martes. El presidente del Gobierno ha confundido gravemente el timing con el stopping .Noes que el político gallego maneje los tiempos (eso implicaría que dispone de una cronología), sino que los congela. De ahí que su electorado se mantenga entre el 33 y el 34 por ciento. De tal manera que Rajoy es el suelo popular, pero también su techo. La falsa creencia de que el tuerto es el rey en el país de los ciegos condensa una obtusa mentalidad inservible para la vida, para la economía, para la empresa y para la política. La derecha contemplativa y atrincherada vale como un stent en una angioplastia o como un bypass coronario que la mantiene en convalecencia pero sin energía suficiente para impulsar al país a alzarse sobre sus propias limitaciones.
En España hay otros síntomas de deterioro colectivo derivados de la mediocridad política. Por ejemplo la estúpida demonización del empresariado, la estigmatización de la legítima ganancia, la arrogancia de los que sitúan las guías en los méritos menores, la magnificación de lo vulgar y la manipulación sentimental y emotiva de grandes colectivos sociales, como ocurre en Catalunya con los secesionistas y en el resto de España con los voceadores del patriotismo cañí. El nuestro es un país de frenadas, no de aceleraciones. España ha padecido y sigue padeciendo una dirigencia irresponsable como en los peores momentos de su historia relativamente reciente. La sociedad española quiere conducirse autónomamente del mando político –al modo de la italiana– pero no lo consigue porque bebe culturalmente de la reverencia al poder y de una falta notable de calibre en los elementos estabilizadores de la sociedad civil de tal manera que cuando aquel falla –como ahora– esta tiende a derrumbarse. Observen a los partidos: discusiones domésticas en un país convulsamente unamuniano.
Mal diagnóstico: izquierda dividida, derecha inmóvil y nacionalismos independentistas