La solución francesa
Alfredo Pastor confía en que el nuevo presidente francés, Emmanuel Macron, no ceda a las presiones alemanas y dé solución a los problemas existentes entre el norte y el sur de Europa: “Si bien puede compartir los objetivos de un programa económico de inspiración germánica no puede aceptar el calendario que le será sugerido. Habrá de mantener con firmeza que su prioridad inmediata es la creación de empleo, y que las reformas del programa, por buenas que sean, empezarán por destruirlo”.
Emmanuel Macron ha sido elegido presidente en un momento difícil para su país y crítico para Europa. No se trata de dar consejos que nadie nos ha pedido, sino ánimos, y de desear que el nuevo presidente sea un gran hombre de Estado, que es lo que hoy necesitan Francia y Europa. En un momento en que se agranda la brecha entre el Norte y el Sur, sólo Francia puede evitar que la Unión Europea siga por un camino que la llevará, tarde o temprano, a la ruptura.
Esa singular capacidad se debe a que, mientras España e Italia tienen un Norte y un Sur, Francia es un país en el que Norte y Sur conviven: zonas más prósperas se mezclan con las menos favorecidas a lo largo y ancho de todo su territorio, sin que haya barreras seculares entre unas y otras. La diversidad que, en España o en Italia, dificulta la convivencia al alimentar resentimientos y veleidades periódicas de secesión es en Francia un factor más de solidez. Francia es un microcosmos de Europa, y bien puede llamarse la República del Medio, como China es el Imperio del Centro. Hoy, más de media Europa espera que haga oír su voz, porque de cómo suene dependerá e futuro del proyecto europeo.
Algunos franceses opinan que Francia debería ser el cerebro político de Europa y Alemania su motor económico, mientras que algunos alemanes piensan, sencillamente, que los franceses quieren viajar en primera con un billete de tercera. Agudezas tan falsas como perniciosas: Francia y Alemania han de reconocerse mutuamente como iguales para que el proyecto europeo llegue a buen puerto. Sólo Francia puede convencer a Alemania de que el valor de un país no puede reducirse a unos pocos indicadores económicos –su renta per cápita, su déficit o su saldo comercial– y de que hay muchas formas de tener una economía estable y una sociedad feliz. Y eso es hoy muy importante, porque la economía europea no puede ser una versión ampliada de la alemana: los desequilibrios que ese monstruo económico crearía resultarían insoportables. Por eso mismo, el nuevo presidente no debe proponerse ganarse el respeto de Alemania siendo el primero de la clase en una escuela alemana. Muy al contrario: si bien puede compartir los objetivos de un programa económico de inspiración germánica no puede aceptar el calendario que le será sugerido. Habrá de mantener con firmeza que su prioridad inmediata es la creación de empleo, y que las reformas del programa, por buenas que sean, empezarán por destruirlo.
Cuando la voz de Francia vuelva a ser escuchada, el presidente Macron puede aprovechar para abordar cuestiones no resueltas, como la de la deuda. Es bien sabido que una deuda excesiva limita las posibilidades de crecimiento, a la vez que obliga al Banco Central Europeo a ganar tiempo mediante una política que tiene efectos secundarios indeseables. Puede también enterrar el espantajo de la unión fiscal, que los euroescépticos agitan de vez en cuando, y que es como la reforma de la Constitución española: tan imposible como innecesaria. No han sido los desequilibrios fiscales los causantes de la crisis, sino los flujos de capital que la hicieron posible primero y la hicieron estallar después, para terminar retrasando la recuperación; y para evitar una repetición basta con que una autoridad de supervisión bancaria tenga plenas competencias sobre toda la eurozona.
Francia puede hacernos otro gran favor: como República del Medio puede terminar con esa imagen de un Norte virtuoso desangrado por un Sur gandul y pedigüeño. El presupuesto comunitario es demasiado exiguo (1% del PIB europeo) para que las transferencias de Norte a Sur sean algo más que insignificantes si las comparamos con los beneficios que las ampliaciones del mercado han reportado a todos. Nadie pide una caja común, ni una unión de transferencias. El mito del Sur derrochador ha sido hábilmente explotado durante la crisis, pero no hay que llevar las cosas demasiado lejos. Sólo Francia tiene autoridad para restablecer la verdad de los hechos.
Todo ello puede decirlo y hacerlo el presidente de la República Francesa sin complejos (algo que no le ha de resultar demasiado difícil a un francés). Claro que en Francia hay, como en todas partes, mucho que mejorar. Pero para silenciar discursos sobre el pretendido declive francés, para resistir cualquier pulsión catastrofista, Francia cuenta con un activo intangible, pero en realidad mucho más importante para la felicidad de la gente que cualquier tecnología: el arte de vivir. Si en el curso de sus conversaciones con la canciller Merkel se siente abrumado por la brillantez del desempeño alemán, la solidez de su economía o la disciplina de sus empresarios y sindicatos, el presidente francés puede darse ánimos recordando, aunque sólo sea para sus adentros, que la expresión “vivir como Dios en Francia”, presente en varios idiomas, tiene su origen precisamente… en Alemania.
Francia es un microcosmos de Europa, y bien puede llamarse la República del Medio, como China es el Imperio del Centro