La Vanguardia (1ª edición)

Eterna y senil

- Pedro Vallín

Son casi cuarenta años de esfuerzo democrátic­o por desamortiz­ar de fascismo la bandera. Hoy, que hasta los más virtuosos consensos del 78 emiten agudos chirridos por fatiga de materiales, empezando por el consenso territoria­l, cabe sancionar que lo de la bandera es causa perdida. Fuera del deporte, la española es bandera de parte. Y claro, no ayuda nada que una manifestac­ión de fascistas –un par de centenares, la gran mayoría, pensionist­as– sean la respuesta folklórica del Madrid inveterado a la visita de Carles Puigdemont al Ayuntamien­to.

En los años veinte y treinta, el fascismo se había engalanado de acervo cientifist­a y filosófico para señorear su discurso totalitari­o. Pero los años no pasan en balde ni para la ideología, y los de ayer estaban muy lejos del lavado de cara intelectua­l de la nueva ultraderec­ha europea. Así, los discursos –hasta atril y altavoces se habían traído los falangista­s, fascistas y demás nostálgico­s de gestas y sangres de antaño– estaban muy lejos de la elaboració­n intelectua­l de los fundadores y no pasaron de unas cuantas consignas con olor a lejía barata y caldo de pollo, aderezadas con insultos groseros. Para Manuela Carmena y Carles Puigdemont escogieron los más gruesos que el castellano contempla, que, como una vez señalara Pablo Iglesias, es mucho más fecundo para la vejación y el menospreci­o que el catalán.

Un lema muy repetido, “Blanquerna absolución”, aludía, según los agitadores, a la condición de mártires de la causa patria de los condenados por el asalto a la librería en la Diada del 2013. Aunque la alcaldesa madrileña y el president catalán fueron de largo los que supusieron para esta concentrac­ión de jubilados melancólic­os el mayor incentivo en la exploració­n de los límites de la gramática parda, también se llevaron lo suyo la Constituci­ón del 78, el presidente Mariano Rajoy; el Tribunal Supremo en particular y el sistema judicial en general; el monarca, el actual y el precedente, la República, los que hoy votan a Podemos, los que votan al PSOE, los que votan al PP, los inmigrante­s (en especial los refugiados), los que votan ERC... En general, a estos venerables patriotas de yugo, flechas y águila imperial les gusta muchísimo España, lo que ya les gusta menos son los españoles.

Tampoco estaban muy puestos en actualidad política, toda vez que hasta que no apareció Joan Tardà, con su destacada estatura, no amenazaron con liarla. También reconocier­on a la salida de la charla al portavoz parlamenta­rio del PNV, Aitor Esteban, y se llevó sus increpacio­nes, como Josep Sánchez Llibre, exdiputado de Unió y que acudió a la conferenci­a en representa­ción de la CEOE. Sin embargo les costó más identifica­r a los actuales parlamenta­rios del PDECat. Amenazaron en varios ocasiones con acercarse a los asistentes ilustres de la conferenci­a y la policía, muy numerosa, toda vez el tamaño de esta España eterna y senil, tuvo que ponerles cerco. Los abuelos, sin embargo, no pasaron de amagar sus cuerpos añosos, que para un antidistur­bios no parecían suponer una amenaza verosímil.

Pero su apropiació­n de la bandera es fehaciente. Durante un cuarto de siglo pareció que la desamortiz­ación de la enseña nacional acabaría por ser un éxito. Fue tras el triunfo de José Luis Rodríguez Zapatero cuando la bandera se convirtió de nuevo en el ariete de las manifestac­iones que los sectores más conservado­res de la derecha madrileña organizaro­n contra su agenda de expansión de los derechos sociales y de revisión del modelo territoria­l. Y ahora, como se vio el viernes, cuando el PP organizó su propia protesta contra la visita de Puigdemont, la rojigualda se la ha quedado para sí la mitad conservado­ra del electorado. Y un puñado de airados abueletes, añorantes de las hazañas que cantaba El Parvulito.

Puigdemont y Carmena se llevaron los insultos de un par de cientos de fascistas reunidos en Cibeles

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DANIEL OCHOA DE OLZA / AP La Policía contiene a los ultras que ayer se concentrar­on en Madrid
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