La Vanguardia (1ª edición)

Coherente pese a quien pese

- Esteban Linés

Roger Waters nunca ha tenido el carisma de David Gilmour, sobre todo cuando se produjo el bombazo de la banda británica para las audiencias masivas a partir de The dark side of the moon y Wish you were here. Aunque quedaba especifica­do en los créditos de aquellas obras magnas la importanci­a del papel de Waters, para el público un punto mainstream recién llegado Gilmour siempre le fue más empático.

El tiempo y la música pusieron, por una vez, las cosas en su sitio, y la abrupta ruptura entre Waters y el resto de sus excompañer­os clarificó aún más el calado cualitativ­o de unos y otros. Con el paso de los años y desde un punto de vista sonoro, la senda de Waters siempre ha tenido puntos de referencia o al menos ecos distinguib­les de lo que el aficionado de largo recorrido entiende por universo sonoro Pink Floyd.

Con todo, la carrera en solitario del músico de Surrey ha ido siguiendo un periplo nada acuciado por las prisas ni las urgencias del éxito mediático. Sus álbumes como Roger Waters nunca fueron más allá de la curiosidad y el aplauso del incondicio­nal, como de igual manera siempre fueron coherentes y comprometi­dos. De hecho, su hasta ahora última obra roquera era Amused to death (Muertos de risa), aparecida en 1992, y como todo lo que lleva su marchamo, con poco margen para la ambigüedad temática: en ese caso sus canciones versaban sobre la dictadura de los medios de comunicaci­ón, de la cercana masacre de Tiananmen y, especialme­nte, de la guerra del Golfo.

Ha llovido mucho desde entonces –tanto que David Gilmour estuvo a punto de colaborar con su guitarra en uno de los temas del nuevo álbum, Picture yourself– y Waters, a sus 73 años, ha conocido todas las caras del negocio, incluida la de triunfar de forma indiscutib­le y sostenida con la gira de The wall.

Pero ni la lluvia ni el tiempo transcurri­do han ajado sus códigos, que en el inminente Is this the life we really want? se reafirman si cabe en los preceptos pinkfloydi­anos más esencialis­tas. Su crítica política y social –con Trump como detonante y con reflexione­s sobre el fin de las ideologías, por ejemplo– prevalece, al igual que la idea de álbum concepto, es decir, que de la misma manera que las canciones van desfilando dejando un rastro árido, enfadado y complejo, el álbum hay que escucharlo como un todo, sin la posibilida­d de compartime­ntarlo dada la inexistenc­ia de singles con un mínimo gancho. Eso sí, abundan su inconfundi­ble guitarra acústica, los coros femeninos, los teclados o los ecos y reverbs tan familiares en The dark side of the moon o Wish you were here.

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