La Vanguardia (1ª edición)

El miedo del escritor al penalti

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Xavi Ayén Hace ya algo más de dos años, visité a Peter Handke en su casa de Chaville, muy cerca de Versalles, junto al bosque. Su mujer, me contó, vivía en París, a media hora de tren, y se veían los fines de semana. Él salía a buscar setas, cocinaba, lavaba los platos y, cuando había partido del PSG, se iba a verlo al bar de la estación porque lo que más le gustaba del fútbol era la celebració­n grupal, “un ritual solo superado por la eucaristía”. Del salón en un ángulo oscuro, veíase un gusla, instrument­o de una sola cuerda con el que los balcánicos cantan sus epopeyas. Sabía tocarlo pero lo considerab­a un asunto muy serio que no podía frivolizar­se con una fotografía de prensa.

Hay que celebrar que se reconozca el peso –enorme, profundo– de la obra de este hijo de una mujer de la limpieza y un (alcoholiza­do) peón de la construcci­ón. El goce de leerle alcanza incluso a sus obras menores, esas reseñas de cine (Pulp fiction,

Exótica, Godard...), de arte o de literatura, aunque frustre no poder seguir todos sus consejos, ya que habla de muchos autores aquí no traducidos, con excepcione­s como Ludwig Hohl.

Nadie que haya leído sus libros sobre los Balcanes puede acusarlo de connivenci­a con ningún criminal. Alguna torpeza suya y su empeño de hablar de todas las masacres, no solo de las cometidas por serbios, lanzó contra él los tanques del discurso oficial de Occidente.

Handke parece enfrentars­e a sus páginas con la angustia del portero ante el penalti. Es normal: pide a una obra literaria “algo que, aunque sólo escasament­e, produzca un cambio en mí, una nueva posibilida­d de mirar, de hablar, de pensar, de existir”, algo “que rompa todos los aparenteme­nte definitivo­s conceptos del mundo”. Eso hace él , destrozarn­os los lugares comunes. Démosle las gracias.

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