La Vanguardia (1ª edición)

Donde uno se pierde

- Josep Maria Ruiz Simon

Se suele pensar en los laberintos como en lugares donde uno se pierde. Ariadna, la hija de Minos y Pasífae, los entendía de este modo. Esto, y el hecho de que se hubiera enamorado locamente del héroe, explica que le diera un ovillo a Teseo cuando supo que iba a adentrarse en el laberinto donde vivía Minotauro. Pero, como Umberto Eco nunca se cansó de repetir, el laberinto donde Teseo desovilló el hilo era, a diferencia de otros, un laberinto donde era imposible extraviars­e. Si él y Ariadna lo hubiesen podido observar desde arriba, habrían visto que, de hecho, era uno de aquellos laberintos con un itinerario único en que entras por la única entrada que permite acceder y vas directamen­te hacia el centro, desde donde después, una vez que has hecho lo que ibas a hacer, vuelves sin complicaci­ones hacia la salida. Según el autor italiano, esta era la razón por la que el mito situaba el monstruo en medio del recinto. La amenaza de su presencia era lo que hacía que la aventura resultara inquietant­e y que el mito no quedara corto de sal, reducido al mero relato de un plácido paseo de ida y vuelta. Desde entonces, quienes cocinan relatos de laberintos tienden a incluir alguna criatura con cabeza de toro en sus recetas. Y esta tendencia distrae a los lectores, que extrañamen­te se preguntan si se encuentran ante un laberinto simple como el de Creta o ante un laberinto manierista lleno de ramificaci­ones y callejones sin salida.

El bosque también es clasificab­le entre los lugares donde uno puede perderse. Bajo este aspecto aparece, por ejemplo, en los famosos versos que encabezan la Divina comedia dantesca, donde tres bestias salvajes interpreta­n metafórica­mente el papel amenazante que, en el mito de Teseo, interpreta­ba Minotauro. Y también en el Discurso

del método” de Descartes, en el célebre pasaje en que el filósofo expone la segunda máxima de su moral provisiona­l y expresa el propósito de ser tan firme y decidido como pueda en sus acciones y de empecinars­e en sus opiniones más dudosas con no menos constancia que en las más seguras, a imitación de aquellos viajeros que se han perdido por el bosque y que, en vez de ir de aquí para allá, intentan andar siempre en línea recta y sin pararse hacia una dirección incierta. Charles Péguy considerab­a que el pasaje en que se exponía esta máxima era el único salvable de toda la obra de Descartes. Pero le otorgaba una importanci­a capital. Para él, Descartes era el hombre que se había planteado como un combate la salida del bosque en que estaba perdido, el pensador que se había dicho “o yo o el bosque” y que había luchado contra el bosque como David con Goliat. Péguy sentía que, se tratara de pensar o de hacer, lo más importante era salir rápido del bosque y llegar a alguna parte, aunque no fuera a aquella donde se quería ir ni se tratara de un lugar especialme­nte deseable. Jordi Pujol fue un entusiasta lector de Péguy. Y no resulta extraño que sus herederos hayan acabado convirtien­do la máxima “hay que seguir siempre la línea recta cuando se está perdido en el bosque” en el principio rector de su acción política.

En el laberinto donde Teseo desovilló el hilo era imposible extraviars­e

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