Miro Molins
Coincidí muchas veces con Casimiro Molins en el transporte público, en el autobús, en el puente aéreo y en el AVE. Me hablaba de nuestro amigo común, Jaime Arias, con quien tenía una larga amistad. Arias se movía con generosidad en un entramado de amistades que no tenía límites y se centraba siempre en los aspectos positivos de cualquiera.
Miro Molins parecía un comercial de una gran empresa. En expresión de Josep Pla, podría haber pasado por un auténtico viajante que iba y venía de todas partes para vender cemento. El aspecto descuidado de su porte, una cartera o un bolso gastados por el uso, no aparentaban que era el presidente de la empresa que heredó de su padre y codirigió con su hermano Juan y que creció prodigiosamente en los últimos cincuenta años.
En nuestros encuentros fugaces nunca me habló de cemento, pero sí de cómo veía la situación política en Bangladesh, Uruguay, Argentina o México. Ya lo sabía porque en esos países su empresa tenía fábricas de cemento.
Fue ciclista desde muy joven y siguió pedaleando hasta bien traspasados los ochenta años. Los Molins fueron los impulsores de las carreras de coches denominadas Penya Rhin que se iniciaron en la Diagonal de Barcelona todavía no terminada. Formaban parte de aquel grupo de burgueses barceloneses que compartían el quehacer de sus negocios con la promoción de instituciones deportivas y culturales. Los Juegos Olímpicos de 1992 fueron, en parte, consecuencia de este apoyo de la sociedad civil acaudalada.
De las muchas oraciones fúnebres en el día de su traspaso destacaría la de Joaquim Molins, profesor emérito de Ciencia Política de la Autònoma de Barcelona, que hoy es la cara visible de los 180 accionistas de Cementos Molins, la mayoría de ellos con vínculos familiares. El hijo de Miro resaltó sus convicciones, su fe, su ocuparse de los demás a cambio de nada y su lema que recogió del poeta Joan Maragall y que estaba escrito en su despacho de la Pedrera de Gaudí. El poeta acaba el verso diciendo que si todos hicieran lo que deben, el mundo se arreglaría solo.
Miro Molins era un personaje que convertía la vida en eventos continuados. Familiares y profesionales, deportivos y sociales. Parecía que andaba en solitario, despistado, envuelto en sus pensamientos, pero estaba tramando algo para que participara mucha gente y se lo pasara bien. Hombre de palabra y respetuoso con quien no pensara como él.
Su casa de Sant Feliu de Codines era el espacio adecuado para organizar eventos innovadores y lugar de encuentro de una familia tan amplia como diversa en la que la bicicleta era el pretexto para mantener la cohesión de todos. Su aspecto patriarcal no era forzado, sino consecuencia del respeto que se le tributaba por haber mantenido el buen humor y el buen hacer a lo largo de 97 años.
Era de aquel grupo de burgueses barceloneses que promovieron instituciones deportivas y culturales