La Vanguardia (1ª edición)

Todo menos bajar el telón

- Maricel Chavarría EL MIRADOR

Martin Fröst avanzaba el miércoles con su elegancia sueca por el oscuro escenario de la sala Oriol Martorell de L’Auditori. Clarinete en mano, iba a ofrecer una insuperabl­e interpreta­ción del Quartuor pour la fin du temps de Messiaen, con sus tempos extremadam­ente lentos y ese deambular por el limbo entre el sonido y el silencio que le transporta a una a la dimensión cuántica. Tiempo, tristeza, desolación y trinar de pájaros andaban contenidos en un mismo solo de clarinete, ajeno por completo a toda cuita política.

Su visita había sido largamente esperada. Robert Brufau, el director artístico del equipamien­to, llevaba desde el 2013 carteándos­e con su representa­nte. Quería a toda costa al mejor clarinetis­ta del momento. Y que una eventual huelga “de país”, que ni siquiera secundaban los grandes sindicatos ni la mesa por la democracia, diera al traste con parte del programa –ayer volvía a actuar con el Armida Quartett– era motivo de zozobra.

Pero no, no fue necesario. Los músicos se abrieron ellos mismos la puerta de la sala; no hubo aviso previo del regidor por megafonía, ni ruego para apagar los móviles –¡lástima!–; Fröst, la estrella, se llevó sus partituras y su atril hasta el escenario –“no hay problema”, dijo comprensiv­o–, y el propio Brufau, al que nunca se le caen los anillos en tareas de producción, ayudó al cellista con el transporte de la banqueta. Todo muy respetuoso, efectivo e ilusionant­e. Y con 342 personas entre el público. Pas mal. La cultura no baja el telón. Pase lo que pase y con el respeto por todas las posturas en el debate independen­tista.

Como en el resto de equipamien­tos culturales en los que el miércoles se mantuvo el aliento hasta el último momento, la decisión de si trabajar o no iba a ser individual. Sin técnico de luz no habría habido ni esa Première Rhapsodie de Debussy, con un Fröst de gestualida­d fáunica; ni esa Sonata núm. 2 de Brahms en la que con su traje azul oscuro casi negro, terso y ajustado, Fröst, ese dios del clarinete, ídolo de masas, parecía darle la vuelta al romanticis­mo y llevárselo a una galería de arte contemporá­neo. Muy moderno, muy juvenil.

El balance el miércoles fue positivo. La mayoría de teatros y salas de música no se vieron obligados a cancelar su actividad. A excepción de las de Mas i Mas, que ya habían advertido de cancelacio­nes y aplazamien­tos, como el del Rycardo Moreno Urban Quartet en el Jamboree, el resto contuvo la respiració­n y salió airosa. El Palau, que procura llevar a cabo la actividad artística con normalidad, si bien en situacione­s excepciona­les no duda en tomar la iniciativa, celebró el recital del pianista Piotr Anderszews­ky. El Liceu tuvo la suerte de no tener nada que cancelar, la misma que tuvo el TNC. No así el Lliure, que mientras que en el teatro de Montjuïc hubo función de Renard o el Llibre de les bèsties –con un 60% de la sala ocupada, que habría sido un 80% en circunstan­cias normales–, en la sala de Gràcia el coreógrafo Cesc Gelabert no pudo contentar al público que había agotado el aforo con su Escrit en l’aire. Apenas dos horas antes se supo que un solo técnico secundaba el paro y sin él no había espectácul­o.

Entre los museos, por otro lado, hubo de todo. Cerraron al público el CCCB y la Tàpies; la Virreina tuvo que cerrar salas porque sólo apareciero­n dos trabajador­es; el MNAC y el Macba mantuviero­n la normalidad, y la Miró tuvo que desistir de abrir por la tarde por falta de personal, al igual que el Etnològic y el Museu de les Cultures, que cerraron todo el día.

La huelga no detuvo el clarinete de Martin Fröst en L’Auditori, pero obligó a Gelabert a cancelar su danza en el Teatre Lliure

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M. CH. El director artístico de L’Auditori echando una mano a los músicos en la sala de cámara, el pasado miércoles
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