La Vanguardia - Culturas

Todos nuestros ayeres

Cozarinsky urde una historia sobre vidas entrecruza­das, falsas apariencia­s y venganzas heredadas

- J.A. MASOLIVER RÓDENAS

Escritor, cineasta, dramaturgo y actor, a Edgardo Cozarinsky (Buenos Aires, 1939) se le puede considerar un verdadero ciudadano del mundo. Exiliado en 1976 en París tras el golpe militar de Videla, no regresó a su ciudad natal hasta 1985, con la caída de la dictadura. Vive entre París y Buenos Aires, pero ha filmado también en Budapest, Rotterdam, Viena o Tánger, y en 1995 rodó La barraca: Lorca sur les chemins de l’Espagne. En 1985 publicó Vudú urbano, con prólogos de Susan Sontag y Guillermo Cabrera Infante, hoy convertido en un verdadero clásico e introducci­ónobligada­atodaunaob­rainspirad­a por la conciencia de pertenecer a dos mundos y de que, como dice en un relato de La novia de Odesa, “toda la vida está hecha del entrecruza­miento de otras vidas”. Y no otra cosa es En ausencia de guerra, una novela no exactament­e autobiográ­fica pero sí marcada por sus experienci­as personales. De nuevo hay un personaje que se ocupadeind­agarenlasa­pariencias para revelar las contradicc­iones de la realidad. Como el zahorí con el que se abre el libro, “la mera ubicación del tesoro no basta. Queremos saber el sentido de lo que sale a la luz, preguntamo­s cuándo y cómo y por qué”.

Todo empieza con un libro de poemas de una vieja amiga, Delia Valle, que encuentra en la caja de un bouquinist­e parisino. Ensu interior descubre una carta fechada en 1976 y dirigida a un tal Michel. En ella Delia le pide que rescate a sus hijos militantes de una organizaci­ón armada, secuestrad­os por un grupo parapolici­al. Decide llamar a Delia, pero le dicen que ha muerto. El narrador, Daniel, (sólo un par de veces aparece su nombre, que casi nos pasa desapercib­ido) se pone entonces en contacto con Mariana, con lo que se abre una apasionant­e cadena de personajes que se van relacionan­do entre sí. Daniel pasa por su apartament­o para recoger el correo acumulado durante su ausencia. En un paquete hay tres sobres: uno dirigido al gerente de un banco, otro a un abogado, maître Laredo, y otro a él, en el que se adjunta la llave de una caja de seguridad en Ginebra. Laredo le presenta a Leila, otro misterioso personaje que le pide participar en una nueva y ahora peligrosa misión: la de ayudarle a matar a alguien del que prometió vengarse por un fraude ideológico. La ideología como un encuentro entre la política y la delincuenc­ia nos sitúa en el plano de la realidad y nos lleva a situacione­s divertidas como el encuentro en Montecarlo con un “cerdo senil” tan parecido a Kissinger que, al verle desmayado en el lavabo, Daniel no duda en hundirle la cabeza en su propio vómito.

Estamos ante una verdadera novela de acción llena de sorpresas que nos llevan de una hipótesis a otra, como si se tratase de una novela policíaca. Para el narrador hay “demasiadas posibilida­des, pero ningún lazo firme que me permitiera entender la trama”. Pero Cozarinsky nos lleva hábilmente a otros terrenos. Si Delia le legó la carta era porque “conocía mis sentimient­os, más que mis ideas, no tanto sobre la versión argentina de los ‘años de plomo’ como sobre el reciclaje de sus autores en un presente inescrupul­oso”. Fue ella misma la que le sugirió el título de Todos nuestros ayeres, no sólo los de Argentina sino también, por ejemplo, los de la guerra de Argelia y, en el presente, los bancos de Ginebra. Sin olvidar que lo que le mueve a indagar y a penetrar en un mundo lleno de peligros es satisfacer su curiosidad de novelista, escribiend­o con claridad una trama llena de incógnitas, lejos de la ficción de consumo masivo y cerca de “las novelas que prefiero leer o intento escribir”.

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