La Vanguardia - Culturas

Un hombre y una chica

Segunda novela del autor de ‘Enamorados’

- ROBERT SALADRIGAS

¿Recuerdan a Alfred Hayes (Londres, 1911-Los Angeles, 1985), el autor que súbitament­e resurgió del olvido para encandilar a numerosos lectores –entre los que meincluyo–con Enamorados, una novela breve, intensa y fascinante aparecida en 1953? Al cabo de cinco años sacó otra novela, Que el mundo me conozca, también breve, intensa y más seductora si cabe. Hayes, que pasó la Segunda Guerra en Italia fue amigo de Roberto Rossellini y con KlausMann –el primogénit­o de Thomas Mann– y Federico Fellini participo en el guión de Paisa (1946) y al parecer, aunque no figure en los títulos de crédito, en el de Ladrón de bicicletas de Vittorio de Sica. De nuevo en Estados Unidos trabajó periódicam­ente para los estudios de Hollywood –a la manera de William Faulkner– y luego, al morir, su narrativa fue impunement­e arrojada a los vertederos del tiempo. La huella de oficiante de la literatura fue disuelta. ¿Cómo explicarlo con palabras que se puedan justificar?

Ahora, por acrobacias del azar, creo que no podía ser más oportuna la coincidenc­ia de las dos novelas en las librerías tras ser rescatadas por The New York Books Review, la traducción española difundida desde Buenos Aires y la catalana con el sello de Edicions 62. Me apresuro a decir que si Enamorados me cautivó por su aparente simplicida­d –lo escribí hace poco (17/IX/2014)–, el impacto de fervor que me ha causado la lectura de Que el mundo me conozca es de los que dejan huella.

¿Qué es lo que me ha asombrado de ella? La perfección de su sencilla complejida­d. Me atrevo a decir que Hayes, heredero del realismo implantado en los veinte por Sherwood Anderson y Sinclair Lewis y sin duda hermano menor de John Cheever y James Salter, poseía el raro don de convertir el material más abrupto e insalubre en un lenguaje capaz de traducir por vía alusiva los secretos que se esconden detrás de las palabras o, lo que es lo mismo, el alma frágil de sus personajes, en definitiva criaturas sin identidad específica.

AHayes le bastan aquí dos personajes, un hombre maduro y una chica. El sitio Los Ángeles, una noche a orillas del Pacífico. Él sale cansado del jolgorio y el exceso de alcohol de una fiesta que se alarga demasiado, con el propósito de contemplar el mar. Entonces ve a una chica joven que también abandona la casa, se aproxima a la rompiente y se adentra en las aguas. Sin pensarlo el hombre, un guionista bien pagado que pasa varios meses al año trabajando para los estudios mientras su mujer y la familia permanecen en Nueva York, salva a la chica, una de tantas aspirantes a estrella que viene delcampo,víctimades­ussueñosy de los inclemente­s rituales de una sociedad sin cortafuego­s éticos. El hombre y la chica quedan para cenar, toman copas, hablan –sobre todo ella–, poco a poco van intimando, él trata de apoyarla, hacen una escapada a México para ver una corrida de toros, ella se muestra inestable, él se siente atraído pero en ningún momento pone en juego su matrimonio rutinario.

Lo admirable es que en poco más de un centenar de páginas, con un estilo naturalist­a y depurado de gangas que lleva a pensar en la eficiencia del buen guionista cinematogr­áfico, la mirada de Hayes taladra la vaguedad de las vidas, nos hace progresar en la doble historia y nos prepara para interpreta­r los signos reveladore­s de un vigoroso desenlace en el fondo inesperado, amargo, que cierra el relato propiciand­o una ineludible reflexión moral.

Hayes es, en verdad, alguien que nunca antes debió irse.

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LIFE PICTURES / GETTY Alfred Hayes en 1949

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