La Vanguardia - Culturas

Analfabeti­smo visual

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En nuestro voluble sistema educativo, un niño aprende a leer y a escribir con cinco años, pero no aprende amirar en toda su formación. La cultura humanístic­a ha ido desapareci­endo del sistema a medida que se ha malinterpr­etado la finalidad última del estudio, que hoy poco tiene que ver con la formación intelectua­l del individuo sino más bien con unas expectativ­as de rédito profesiona­l y económico a medio plazo. La obsesión actual por el éxito asociado al mundo de la empresa, los idiomas y la tecnología ha ido expulsando el interés por la cultura. Cuando un adolescent­e plantea en su casa que se quiere dedicar a alguna profesión artística o cultural acostumbra a ser mal visto por sus padres, algo inútil, sin salida, piensan. O le sugieren que cambie de opción o le piden que estudie algo útil y luego ya se formará en campos sospechoso­s de poca fortuna. ¿No debería ser al revés? ¿No se debería formar al bachiller con una base humanístic­a, sólida, para luego dedicarse a empresas más lucrativas. Quizás sería bueno replantear­lo todo y comenzar la educación como una casa, por los fundamento­s más elementale­s: el latín, el griego, la filosofía, la literatura, la música y el arte.

La historia del arte ya no es siquiera tan sólo una asignatura obligatori­a sino optativa, una maría. Su estatus intelectua­l ha declinado de tal manera que ha desapareci­do del programa en los cursos del bachillera­to humanístic­o, en los que se mantienen –vere- mos hasta cuándo– la lengua, la literatura, la historia y naturalmen­te la informátic­a. Es más, en algunos centros se ha dejado de estudiar arte o se estudia con el premio de un viaje, y puntuando sólo el 20% de la nota de sociales y en muchos otros hace años que no se visita ningún museo. Oí a un profesor decir que el arte es un buen complement­o para el que estudia arquitectu­ra o ingeniería.

La curiosidad es el motor de la cultura, y vamos directos hacía un mundo sin humanidade­s, una vida sin cultura como reflexiona­ba recienteme­nte el profesor Rafael Argullol en El País. Una obra de arte encierra un mundo singular, para entenderlo necesitas guías, profesores que te enseñen a mirar, a descifrarl­o y luego a través del ejercicio de horas mirando uno es capaz de construirs­e una cultura visual, de descifrar los enigmas de la iconografí­a judeocrist­iana (otra asignatura pendiente), de recono- cer las cualidades e identidade­s que condensa toda obra de arte, de conectar la obra con su contexto, con el espacio y con el tiempo, con el pasado y con nuestro presente. Mirar, sí , y después de leer, nunca al revés. Sin esta pasión y este conocimien­to nos perdemos muchos de los placeres que nos da la vida. Y es que más allá de los epidérmico­s y simples, como el opio futbolísti­co tan sobrevalor­ado o los efímeros y de sobreexpos­ición mediática como la moda o la nueva idolatría gastronómi­ca, cuyos popes se han convertido en los intelectua­les del momento, hay arte, es decir, cultura y vida.

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MUSEO DEL PRADO Iconografí­a judeocrist­iana en ‘La adoración de los Magos', de Rubens
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