El viajero del Vallès
La literatura olvidada de Bartolomé Soler
Independiente, verso suelto o francotirador son términos que hasta hace poco designaban a los escritores no adscritos a ideologías concretas, con la suficiente flexibilidad para cuestionar preceptos que un día ellos mismos defendieron. Este tipo de escritor casi ha desaparecido del mapa, y no abundan quienes lo reivindiquen. Hay nombres que suenan a pasado y otros, como el de Bartolomé Soler, que ni suenan. Aunque firmara novelas exitosas que reconocieron ValleInclán o Benavente. Aunque estrenara memorables obras de teatro o destacara como baluarte del libro de viajes español. Aunque se pronunciara con insólita honestidad sobre las ventajas de hablar catalán –su lengua materna– y castellano o sobre el devenir político del país, publicando un libro titulado Cata
luña en España, que le valió la enemistad de las izquierdas, del catalanismo de derechas y, por algún peregrino motivo, hace que su nombre figure hoy en la web de la Fundación Francisco Franco junto a la calificación escritor falangista. La pregunta es si unos y otros lo llegaron a leer.
Como si significara algo, Bartolomé Soler nació (1894) en la casa sabadellense de Cal Valent, el mote que endilgaron a su bisabuelo a los quince años por matara garrotazos a dos lobos de la manada que atacó su rebaño. El relato de la gesta marcó tanto a Bartolomé quede niño pastoreaba buey es armado con una cachiporra claveteada y los bolsillos llenos de piedras deseando que apareciera un lobo. En cambio, nunca se entendió con su padre, un devoto del primer presidente de la República Española, Pi i Margall, a quien el señor Soler definía como “el único hombre perfecto del mundo ”. Perfección para él in ac ce-
Fue una personalidad singular, vigorosa y arisca. De origen humilde y campesino, se convirtió en novelista reconocido y premiado, actor y director teatral. Aunque independiente en lo político, fue una figura bien vista por el franquismo y al morir en 1975, su obra cayó en el olvido más absoluto. Pero además Bartolomé Soler fue uno de los grandes viajeros literarios de la España del siglo XX, y plasmó sus andanzas por América y África en novelas y memorias. En una época de auge del género, es un motivo para recordarle
sible, vistas las tundas y humillaciones con las que castigaba a su chaval. Pese al padre, Bartolomé se acercó al federalismo mientras de su madre recogía la afición por el teatro, zampándose los textos de Pitarra y Guimerà que encontraba por la casa.
En las Escuelas Pías de Sabadell fue matriculado en la clase de “los pobres”, a quienes separaban de “los recomendados”– só lose juntaban en misa–, y allí asentó el carácter rebelde por el que le pronosticaron un futuro de cárcel, manicomio o correccional. “Lo que sea menos Sabadell”, pensaba Soler cuando cogió un revólver sin gatillo y una bufanda para viajar a Murcia, aunque como no le alcanzaba el dinero sacó billete aGirona, donde le cobijó un mendigo.
Cien días después había vuelto a Sabadell. Le recibieron sin reproches. Su padre le puso a trabajar de hilandero, pero estaba claro que no duraría. La Setmana Tràgica le hizo pensar en política de un modo que más tarde explicó así: “La política en España ha sido (…) hacer de la oposición una barricada”. “Los sedimentos trogloditas y los instintos primarios siguen latentes en el alma de la caverna española ”. Y observó que el detonante de los disturbios era ese federalismo tan honorable como ingenuo que tenía en su padre a un defensor de pro.
“Lo que sea menos Sabadell”, se repitió, huyendo de casa varias veces más en lasque se espabiló como jornalero, aprendiz de esmaltador, carbonero o vendedor de crecepelo. Entró en Francia ejerciendo de pinche de cocina en Marsella, hizo de peón de albañil en Perpiñán y limpió caballos en Narbona pasando noches en la calle y desarrollan- do un instinto detector de sedentarios: “Al que no ha viajado se le ve la oreja enseguida, porque el pelo de la dehesa no hay peluquero que lo quite, sino los caminos, el viajar, el tener mundo”.
Aprendió a discernir la calidad de cada carácter entre los muchísimos individuos que conoció, mintiendo con solvencia para sacarles un catre o una cena cual lazarillo del siglo XX, y sin dejar de leer, decantándose en este período por las aventuras de Arsène Lupin, Raffles o Sherlock Holmes, y por las interpretaciones de Garavaglia, su actor preferido e influencia clave para entender por qué se enroló en una compañía de teatro itinerante y miserable en la que ,“en rigor, nos nutríamos de gloria ”.
De hecho, la muerte de Garavaglia le aclaró el futuro. Tras despedirse de la compañía teatral, había empezado a colaborar con Diari de
Sabadell y fue al escribir el adiós a su ídolo cuando percibió lo que quería ya sin duda. “Soy tejedor, pero no moriré sobre un telar sino sobre un escenario ”, se dijo, reconciliándose al mismo tiempo con S abad ell.Y marchó a Buenos Aires.
América-Madrid El Reina Victoria Eugenia le depositó en América el 27 de noviembre de 1913 después de un viaje en tercera rodeado de gente sin apellidos –“no los sabían”– pero que le contagiaron el “anhelo irrefrenable de vivir”, amenizando los días en el mar a base de jotas, zapateados, gorgoritos y una solidaria proximidad. Lo contrario de su hermano mayor Pedro, que había desembarcado meses antes y le recibió como una molestia en la ferretería donde trabajaba. Si aquello era el sueño americano, Bartolomé prefería andar. “Una de mis devociones ha sido andar”, escribiría Soler, definiéndose como “caballero de alpargata”, que desgastó hasta anonadarse ante un Buenos Aires “que era más ciudad que Barcelona”. A menudo durmió en bancos callejeros y pasó un hambre abisal hasta colocarse como vendedor de fiambres y ultramarinos, mostrando tantas dotes comerciales que a los diecinueve años ya dirigía una plantación para una exportadora de frutas y cobraba un sueldazo quedes echó cuando los patrones le recriminaron haber atendido a las justas demandas de los “descamisados” que trabajaban para él.
De nuevo en la calle, vendió pasteles a los viajeros de trenes de pa- so y tuvo que huir a Chile acusado de robar seis troncos de leña una noche de lluvia en la que necesitaba con urgencia una hoguera. En Chile volvió a hacer teatro, leyó a Adrià Gual, a Prudenci Bertrana, y se cambió el nombre para regresar a Argentina a actuar, si bien terminó instalándose en Tierra del Fuego, “en cuyas soledades aprendí a leer como quería leer, donde aprendí a mirarme, donde comprendí la entraña maternal de la Tierra”, cabalgando entre libro y libro, entendiendo a Horacio, acce- diendo aCarlyle, Goethe, Flaubert, estrenándose con Azorín –“lo encontraba pesado y me gustaba leerlo ”–, Baroja –“lo entendí ay me desagradaba”–, Unamuno –no había manera de que lo entendiese–, disfrutando de un Victor Hugo que le hacía llorar y al que reconocía como “uno de mis dioses”. El día que murió Rubén Darío se lanzó borracho a galopar las desolaciones antárticas.
Tras cuatro años argentinos, Soler ya sólo pensaba en Madrid. “Machado iba entrando en mi corazón”, escribiría. Volvió.
El botín de experiencias americanas topó con una España anquilosadamente familiar: “En Cataluña se invierte y se falsea la verdad de Castilla y en Castilla la de Cataluña por la taifa de irresponsables y de enterados que están en el secreto de todo ”. Podía haberse abstraído en lacas ad ePa la u-solità– el que sería su reino querido, su hogar– pero creyó importante difundir en Barcelona lo que ocurría en la otra orilla. Recitó poemas, dio conferencias y se filtró en el cocido cultural tratando a su admiradísimo Josep Maria de Sagarra, al doctor Madrazo o al violinista Corvino mientras deambulaba por los bares con sus colegas cómicos y representaba Tenorios para sobrevivir.
Y es que el Hombre Huracán –así lo denominó una grafóloga chilena al descifrar su trazo– seguía sin juntar dinero. “La vida del actor catalán era de una pobreza heroica y desconsoladora”, escribiría Soler, que acabó atendiendo a este consejo recurrente: “Lo que necesita usted es Madrid, aunque sea en un corral o en una plaza de toros, pero Madrid”.
El relumbrón de la capital se
Fue pastor e hilandero en Sabadell antes de instalarse en Tierra de Fuego; de vuelta a España, en Madrid representaba el Tenorio para sobrevivir
vio pronto matizado por “los resabios de aldea” que habían ayudado a entronizar a un comediante pésimo y adocenado, afirmaba Soler, como Chicote. Además, Chicote triunfaba como empresario teatral, tenía una enorme influencia sobre el Sindicato de Actores, y cuando Soler denunció al gurú por no pagarle una indemnización, no sólo perdió la disputa sino que le cerraron los principales escenarios de España.
¿Castellano o catalán?
S oler resistió viviendo de cualquier cosa gracias al despacho que le cedió un amigo. No pensaba renunciar al mundo artístico. ¿Cómo podía dar rienda suelta a su creatividad sin gastar dinero? Escribiría una novela. ¿Sobre qué? Soler vio a un hombre. ¿Castellano o catalán? Consideró que al castellano medio le faltaba complicación mientras que al catalán le sobraba. Optó por alguien austero, diáfano, simple, sobrio. Un castellano. Al intentar perfilarlo descubrió que carecía de pos o mes etario, que la imaginación le volaba hacia la tierra también seca y áspera de su entrañable Palausolità, y que conocía de primera “la estrechez y el infortunio, la templanza y la fortaleza” de aquel campo .“Así fue como Marcos Villarí nació catalán”, diría Soler, que arrancó escribiendo en la lengua del protagonista hasta asumir sus lagunas en léxico y prosa rural. Entonces, cambió al castellano.
Antes de definir aMarcos, Soler dedicó “entre quince y veinte meses” a lecturas para construir el carácter de un masover catalán, depurando una mirada que le permitiría replicar a Azorín o escribir una carta a Knut Hamsun después de leer su novela Hambre: “Usted, señor Hamsun, ha querido explicar qué es el hambre. Como la explica usted la puede explicar cualquiera sin haberla sufrido. Usted no sabe lo que es el hambre, señor Hamsun”.
En el proceso, también compró el diccionario catalán-castellano Rovira i Virgili con tres duros que ganó al billar y re forzó impresiones sobre las tierras de España viajando de Toledo a Burgos antes de ponerse a escribir en sesiones que so- lía terminar dormido sobre la Underwood.
La publicación de Marcos Villarí en enero de 1927 fue un bombazo. Valle-Inclán le quiso conocer. Jacinto Benavente confesó haberlo leído de tirón. Ramiro de Maeztu, Cansinos Assens... El diario The
New York Times lo destacó entre “los grandes épicos de la tierra”. Soler se lo tomó con calma, convencido de que todos encajaron su éxito porque era un desconocido no alineado con nadie en aquella colmena de caciques, pontífices y cotillas que era el mundo literario. Un ejemplo de cómo se las gastaban los críticos se lo había dado Eduardo Gómez de Baquero, a quien había pedido opinión antes de publicar la novela. El crítico le recomendó que rompiera aquel bodrio. Cuando la novela triunfó, Gómez de Baquero dedicó una entusiasta reseña a la nueva estrella de las letras.
En la avalancha de alabanzas, Soler no se vio bien representado: “Creo que mi sentido del paisaje, que tantas veces la crítica ha subrayado como una consecuencia de mi fidelidad castellana, algo le debe a Prudencio Bertrana, cuyas Proses
bàrbares fueron mi breviario durante mucho tiempo; a Raimundo Casellas, por su Els sots feréstecs; a Joaquín Ruyra, el de la prosa de cristal y piedra”. Soler también asistía con distancia a su encumbramiento porque “íntimamente, sabía que yo no era novelista” sino un actor retirado del teatro por accidente. Como, además, el éxito de crítica no se tradujo en ventas –eso vendría después–, zarpó rumbo a Cuba, donde fue recibido como un “catalán renegado” por los emigrantes separatistas catalanes.
Qué mundo. Él, cuyos referentes políticos habían sido Pi i Margall y aquel Salmerón capaz de dimitir para evitar un estallido de violencia; él, amante del diálogo ante todo, bilingüe perfecto, cosmopolita evidente... era atacado, ¿por haber escrito en castellano? ¿Por criticar cada vez más a unas izquierdas que se enturbiaban a ojos vista? “¿Me habría pasado, sin concretarme aún, a lo que se llamaba derechas?”, se preguntó Soler aún pasmado por los fraudes del “republicano” Lerroux y la colaboración del “marxista” Fernando de los Ríos con Primo de Rivera. Después observaría que los mismos que le criticaban en Cuba hacían oídos sordos a la “fetidez” de la dictadura que gobernaba aquel país y al sometimiento que padecían los mexicanos. Viajes posteriores le enseñaron que en Estados Unidos, Colombia, Perú... también mandaban caciques. En todas partes halló, eso sí, personas con historias formidables. “En realidad, he ido más a la caza de hombres que de libros y tierras”, sentenciaría.
79 ciudades y 1.068 días después, Soler regresaba de nuevo a una España enardecida con la “odisea” de un caminante que iba a ir de Zaragoza a Madrid a pie. A él no le hicieron ni caso. El éxito de su obra teatral Guillermo Roldán aplacó su furia ante el paletismo español. Fue codiciado por las grandes salas barcelonesas, Margarita Xirgu lo mimaba, “daba gusto vivir”.
Entonces, quiso contar el país que había encontrado, y escribió
Cataluña en España, ensayo que él mismo definiría como“un libro negativo. No ofrece terapéuticas ni defiendeband erías (…) cada página va contra algo y contra alguien”, si bien desató singularmente las iras republicanas al advertir sobre un inminente caos nacional, señalando que los cambios proclamados por la izquierda eran pura fachada. “Al escribirlo, sabía que tenía que quedarme solo”, diría Soler mientras reconocía este libro como “entre las más nobles de mis páginas y la más temeraria de mis actitudes”.
Al postularse también contra el separatismo, la catalanidad más abanderada le denigró hasta crear una leyenda de apesta do que todavía le acompaña .“No soy separatista por amor a mi tierra ”, dijo un So- ler que amparaba su opinión en “las consecuencias del separatismo que trituró la unidad de nuestra América”. Y eso, mientras reprochaba a Castilla no respetar “el amor al (idioma) catalán de los catalanes”. Y la acusaba de, una vez perdido el ideal de patria conquistadora y cegada por “el resentimiento y la acritud” ante el renacimiento de la cultura catalana, haberse extraviado en la opresión y la represión. En esas circunstancias, dijo Soler, era lógico que el anticastellanismo se extendiera y que los catalanistas prosperaran al deslizar la esperanza de un gobierno propio como “reacción contra la triste y depresiva decadencia española”.
El bloqueo
El 18 de julio de 1936 pilló a Soler escribiendo en Palau-solità. Siempre apreció la fortuna de no estar en su buhardilla madrileña cuando los republicanos más cerriles salieron a ejecutar contrincantes. Al enterarse del golpe de Estado, pensó que cualquier cosa sería mejor que la presunta y desnortada izquierda que gobernaba al país.
La FAI tomó el mando en Palausolità. Allí, Soler era el autor de Ca
taluña en España, sí, pero también un vecino. Y sabía leer. Le nombraron profesor del pueblo–el otro había desaparecido –, cargo que ejerció tres años, interrumpido s por un encierro de cien días en una checa a causa del libro maldito. Sus respetuosos interrogadores oscilaban entre la rabia por los pasajes contra la izquierda y el reconocimiento de que la obra repartía a todo quisque, sospechando que aquel tipo a lo mejor iba por libre de verdad. Leedlo, leedlo, animaba Soler a sus interrogadores, en conversaciones en las que se jugó la vida.
Su libro ‘Cataluña en España’ le valió enemistades a derecha e izquierda; durante la guerra pasó cien días en una checa; al acabar, lo nombraron alcalde El teatro fue su gran vocación: Margarita Xirgu le mimaba, y actuó junto a Estrellita Castro; Jacinto Benavente le colocó el sambenito de gafe
Le soltaron. Los golpistas ganaron la guerra y las nuevas fuerzas vivas de Palau-solità consideraron que Soler, debido a su innegable equidistancia –dijera lo que dijera el famoso libro–podrías er buen alcalde. Soler nunca había querido hacer política, pero aceptó. Durante catorce meses, gobernó para la dictadura manteniendo a raya a los que, como Policarpo –“un psicópata”–, sólo buscaban vengarse de los que habían mandado hasta entonces. Desde su nuevo cargo también ayudó a que antiguos republicanos se zafaran de los nuevos justicieros, gestionó papeles para librar o aliviar la estancia de presos en campos de concentración. Y fue ante los “centenares de hombres mugrientos, escuálidos, barbudos” que en traban en el campo d eH or ta cuando “por primera vez pensé en la parte de mentira y en la parte de verdad que se escondía en la entraña de cada bando”.
Volvió a Madrid, a escribir teatro. Actuó junto a Estrellita Castro en la película La maja del capote, “una españolada con ensañamiento, con ganas”. Benavente le colgó el sambenito de gafe. El Nobel se aferró a que tres de sus estrenos habían coincidido con algaradas para establecer todo tipo de asociaciones supersticiosas que acabaron por vetarle, de nuevo, los escenarios de Madrid.
Soler subsistió escribiendo, atónito por la casilla literaria que resultó ser su salvavidas :“Catalanista furibundo, jamás había creído en mi futuro de escritor castellano ni en el fervor con que he sentido mi vida española, hermanada con mi terminante catalanidad”. Firmó las novelas La vida encadenada, Karú
Kinká –basada en sus experiencias argentinas–, Patapalo –ganó el premio Ciudad de Barcelona–; el osado libro de viajes La selva humi
llada –donde Guinea le enfrenta a sus prejuicios y contradicciones en un tour de force psicológico digno de un crack del género–... y cuanto más ampliaba su conocimiento del mundo literario, más le repugnaba. Vio los mangoneos para conceder premios, la maleabilidad de editores, escritores y de unos críticos a los que atizó con asiduidad, llegando a pedir una “policía literaria” que controlara al sector. Entonces, por algún motivo –¿las decepciones?– se bloqueó. Dejó de escribir. Diez años. Hasta que un día, de un modo igual de inexplicable, comenzó Los muertos no se cuentan, “un libro más allá del amor y el dolor”, dijo, porque lo escribió por necesidad. El éxito le garantizó saber “que mi último camastro no lo debería a la caridad de nadie”.
Al final, él mismo contaría su vida en tres volúmenes estupendos que aúpan aún más la figura de un Bartolomé Soler cuya versatilidad literaria y recias convicciones confluyen en una libertad expresiva que le convierten en referencia. Hoy, 41 años después de su muerte en Palau-solità, Soler se revela un clásico por la perdurable potencia de su prosa, por la vigencia de muchos de sus textos y porque representa a ese tipo de pensador, de escritor intrépido, que defenderán por encima de las sombras los que aprecien un arte basado en la fuerza y la verdad de alguien muy desatado de poderes e ideologías, por más que los ventajistas de turno intenten lucirlo junto a una bandera o enterrarlo por presunto amor a otra. Rescatar su obra se antoja un acto de higiene cultural.