La Vanguardia - Culturas

Avenida de la Luz

- ANNAM.GIL

Incluso las ciudades infelices tienen siempre un rincón feliz. Y ese rincón del que hablaba Calvino fue, en la triste Barcelona de los cuarenta, la Avenida de la Luz, una lujosa galería comercial, situada bajo la calle Pelayo, entre plaza Catalunya, Balmes y V erg ar a, impulsada por un empresario bien situado en el nuevo régimen, Juan S aba té. Era un brillante proyecto de ciudad subterráne­a, que pasó del éxito a la extinción en 50 años, por problemas técnicos, económicos y un vacío legal que lo hicieron inviable. Acabó en loquees ahora: una parte del Triangle d’Or. Pero, en la memoria de los bar celo ne ses, el bulevar, con la columnata, los escaparate­s, los olor es, sigue vivo. También, en la obra de cantantes, cineastas y novelistas. El lugar tiene ese aspecto de sueño hecho realidad, de algo arquetípic­o, que funciona como metáfora de la relación entre la ciudad y sushabitan­tes.

Sílvia Tarragó (Barcelona, 1968), autor a de los libros juveniles Top Fai- ries y Laveudel roure, ydelosrela­tos

Ciutats de l’impossible, también bajo la influencia del Cal vino constructo­r de poblacione­s invisibles, aborda ahora medio siglo de historia de Barcelona. Mira hacia abajo, hacia ese microcosmo­s poblado de transeúnte­s, rehace al detalle un escenario perdido–el cine de Balañá, el estudio de Radio Nacional y del caricaturi­sta BON, la casa de máquinas de escribir, la tienda de galletas, la oficina de anuncios de La Vanguardia y la de apuestas, la exposición de sol da di tos de plomo–y elabora una lúcida ética cotidiana expresa da en la trayectori­a –con un medido ritmo de progresión, diferentes niveles de conflicto y un funciona luso del tiempo–y las vivencias de tres amigas que parecen sacadas de las novelas de Jane Aust en, lasBrön te y las películas de Hollywood: la rebelde sirvienta que quiere ser mecanógraf­a, la conformist­a pastel era empleada en el negocio familiar, la mujer fatal que trabaja en la perfumería de los padres.

La novela se acaba frente a un acceso tapiado. Y al final, decía el voluntario­so promotor Juan Sabaté, la cosa se quedó en un pasillo que nova a ninguna parte. Se equivocaba.

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COLUMNA Sílvia Tarragó

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