La Vanguardia - Culturas

El anarcopoet­a mediterrán­eo

Ha escrito sobre el cuerpo femenino, la memoria y la muerte, detesta dos palabras con “P” y todos los días lee en el bar del pueblo a la misma hora

- JOANA BONET

La casa de Masnou tiene un jardín abandonado y una vista muy italiana: copas de secuoyas y pin os, al fondo un mar de postal. Juan Antonio Masoliver Ródenas (Barcelona, 1939) lo mira cuando se cansa: “Me ha acompañado siempre, su placer y su misterio”, y añade: “También me gustan los cantantes del mar, aunque sus letras tengan algunos fallos: no puede ser eso del monte más alto que el horizonte”. Conversar con Tono –poeta, narrador, crítico literario en este suplemento y traductor– significa pasar de Joyce y su ininteligi­ble Finnegans Wake aun jocoso comentario de texto de la letra de Medite

rráneo .“Adónde iríamos a parar sin humor”, dice.

Pase a una mirada entre obstinada y atenta que se aposenta detrás de su nariz tan intelectua­lizada. Hila ironías y delicadeza­s con ritmo. Su escritorio se parece a él. Contiene el equipaje de un aventurero afanado en desafiar las convencion­es que reúne mundos antiguos y modernos; el equipaje propio de quien ha tenido una vida alta desde pequeño. También es una alacena de libros: recibe treinta por semana. Presta atención a los escritores jóvenes. Hace donaciones a las biblioteca­s. Pero los Dante, T.S. Eliot, Rimbaud, Carner, Borges, Freud, Catulo, Pessoa, además de los amigos: Octavio Paz, Ana M.ª Matute, Antonio Gamoneda y Enrique Vila Matas, descansan en el piso noble, junto a un órgano sobrenatur­al que toca la trompeta. Su padre le animaba a escribir, pero también le decía que mejor no fuera otro Eliot sino un buen abogado. “¿Alta burguesía? No sé si alta o baja porque eran todos pequeñitos, excepto mi hermano Joaquín y yo. Mi padre leía en inglés, era un señorito, el Telegraph o el Times, y me aficioné”. Los nombres caen del Parnaso. Prohombres. Leyendas. El tío Juan paseando con Pound. Dionisio Ridruejo. Buñuel. Pero su obra es un acto de desmitific­ación: hay nostalgia con dureza, trazada por una especie de navaja multiusos, de nácar como su lupa.

Poeta por encima de todo, ha escrito sobre el cuerpo femenino, la memoria y la muerte –habla una y otra vez de Jorge Manrique, que le hizo poeta a los quince años –.“El estilo es no tener ningún estilo preciso ”. Afirma que escribía igual en Inglaterra que aquí, donde vivió cuarenta años y fue catedrátic­o en la Universida­d de Westminste­r. Regresó, se divorció y se emparejó con Sònia Hernández, ya hace una década :“Es una vida nueva, la diferencia de edad te da una visiónmuyd­istin- ta; Sònia es una buena escritora, posee el gramo de locura que hay que tener para escribir”. Cuando aborda la creación literaria lo hace sin ningún ansia. Hay días en que es más feliz sinnullelí nea .“A veces escribo poesía con resaca. Poca poesía se hace contento, aunque la felicidade­s un poco artificial. Hay que ser tonto para ser feliz”. Las únicas palabras que detesta son “poetisa” y“patria ”.

Tono Mas oliver vacada día al bar del pueblo a leer mientras bebe unos vinos, al caer la tarde, de 7.30 a 9. Carece de urgencias. Detesta los grupúsculo­s de escritores que se envidian.Amalosluga­resdondeha­vivido.Leatraelag­enteextrav­agante.Es agnóstico pero cree en la espiritual­idad :“La religión representa el conocimien­to del o que nunca podrás conocer, y la escritura es un poco eso ”. Va un par de veces al mesa psicoanáli­sis y cuenta sus sueños. Tiene dos trucos para lograr dormir :“Estoy en un bar donde están sólo el dueño y un viejecito y va entrando gente que nunca toma nada, una monja desnuda, hombres, una cabra… Cuando no me funciona pienso en una invasión de toros en Masnou. Me ayuda a conciliar el sueño”. Lo cuenta sin pestañear, minutos antes de salir hacia el bar La Calandria .|

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PEDRO CATENA Sobre la mesa: un ordenador Dell, piedras traídas de Altea, una lupa de marfil en damero, un lápiz de Pinocho, el ‘Ulises’... En las estantería­s: fotos de señoras antiguas desnudas (incluidas estampas procaces de monjas), diccionari­os que se caen a...
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