De solteronas a solteras de oro
Cuando la libertad era el mejor marido para escritoras y artistas
Las solteras– en femenino –no tienen buena prensa. Recordemos locuciones, eufemismos, refranes: frente al admirativo “solterón y cuarentón, qué suerte tienes, ladrón ”, el sustantivo soltero na se unía tradicionalmente al adjetivo amarga da o similar, y de las mujeres que no se casaban se decía que “se quedaban para vestir santos ”, es decir, a adecentarla iglesia ya cuidar de las estatuas como habrían adecentado el hogar conyugal y cuidado a sus bebés siloshubier antenido. En inglés, el eufemismo era más cruel: la expresión “on the shelf ”, literalmente ,“en el estante ”, implicaba comparar ala soltera con una mercancía desdeñada por los clientes.
Y es que una de las características de nuestra sociedad era( y aunque en menor medida, sigue siendo) el hecho de que al hombres el e define por sí mismo: por su profesión, por sus características, por su personalidad singular, por sus logros, y también por su relación con otros hombres (de quiénes discípulo, aliado, rival …), mientras que la mujer no es definida por su individualidad, tampoco por sus afinidad eso enfrentamientos con otras mujeres, sino por el hombre o los hombres de su vida. La Regenta, Madame Bovary, Anna Karénina, Fortunata y Jacinta… son ante todo esposas de, amantes de.
En ese contexto, ¿dónde queda la mujer soltera? Lasques on aceptadas, tradicional mente, son las monjas, que en realidad no escapan ala regla: están “casa das con Dios ”; aun así, si tienen ambiciones propias, como las literarias de sor Juana Inés de la Cruz olas emprendedoras y místicas de santa Teresa, se convierten en personajes conflictivos: sor Juan a vivió en guerra con la jerarquía eclesiástica, Teresa fue denuncia da ala Inquisición. En cuanto a las poderosas y a las heroínas, son vistas como personajes trágicos: Isabel I de Inglaterra, la Reina Virgen, que no quiso casarse, comprensible mente, da da su historia familiar (su padre, Enrique VIII, hizo ejecutar a su madre, Ana Bolena); o Juana de Arco, la Doncella de Orléans, personaje ad- mira ble y venerado… pero que terminó en la hoguera.
En el siglo XIX y primeras décadas del XX, la literatura populariza un nuevo personaje de mujer soltera, que no es trágico, pero tampoco feliz. Es la solterona tal como ha llegado hasta nuestros días: frustrada y marginada socialmente, como la Lucy Snowedelanovela Villette (1853),de CharlotteBrontë; ola rica heredera a la que le sale un pretendiente que lo que pretende es dar el braguetazo, pero el padre de ella seda cuenta y lo impide… y ella queda soltera para siempre ( Washington Square, de Henry James, 1880); o la tímida y soñadora Laura Wingfield de El zoo
de cristal de Tennessee Williams (1945); o en España, Doña Rosita la soltera o el lenguaje de las flores (1935), la obra de García Lorca cuya protagonista languidece esperando el retorno de un novio que ha emigrado a Argentina, prometiendo volver, y que sigue enviándole cartas y hablando debo da cuando en realidad se ha casado ya con otra.
Libertad inesperada
Pero justamente en esa época, primer tercio del siglo XX, están cambiando las tornas en cuanto a la soltería femenina. Y es que la guerra mundial ha transformado dramáticamente no sólo la faz de Europa, sino la vida de muchísimas mujeres. Lo explica muy bien Virginia Nichol son en su libro Ellas solas: Un mundo sin
hombres tras la Gran Guerra (2007, aquí publicado por Turner). Pensemos que sólo en Gran Bretaña ochocientos mil varones habían muerto y muchos otros quedaron incapacitados. Toda una generación femenina tuvo que rendirse a la evidencia: ese futuro que daban por descontado, el dese ramas de casa y madres, probablemente no se iba a producir: no había hombres para todas. Y aunque no lo hicieron por voluntad propia, sino obliga das por las circunstancias, esas nuevas solteras le encontraron el gusto a su inesperada libertad. Hicieron cosas que antes de 1914 no habrían podido hacer, o habrían estado muy mal vistas, cosas que en todo ca-