Final del juego
Narrativa Durante 33 días Julio Cortázar y su esposa, la fotógrafa Carol Dunlop, recorrieron la autopista de París a Marsella sin salirse de ella
Durante el viaje no les vemos conducir sino descubrir la vida en los 65 paraderos del recorrido
Dentro de la narrativa del llamado boom latinoamericano, hay cuatro títulos que son obligados puntos de referencia. La ciudad y los perros (1962) de Mario Vargas Llosa, una radical concepción de la tradición naturalista; Tres tristes tigres (1964), de Guillermo Cabrera Infante, celebración de la noche, de la música y de la amistad, fin de fiesta de una Cuba feliz que nunca llegó a existir del todo; Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez, que nació ya como un clásico; y Rayuela (1963), de Julio Cortázar (Bruselas, 1914-París, 1984), novela de la libertad y de la contracultura, lúdica en su locura y capaz de convertir a un personaje de ficción, la Maga, nueva Beatriz, en una de las mujeres más misteriosas y atractivas de la literatura contemporánea. Amante del boxeo y del jazz (el homenaje a Charlie Parker en uno de sus textos más poderosos, El perseguidor), con una escritura vital de raíz surrealista dominada por el juego y el absurdo, Cortázar ya había publicado libros de cuentos extraordinarios en la década de los cincuenta, como Bestiario (1951),
Final del juego (1956) o Las armas secretas (1959). Su nacimiento en Bélgica fue accidental, como lo serían muchos lugares en los que tuvo que vivir durante su juventud. En 1952 se estableció definitivamente en París. Allí conocería a la que sería la tercera y última mujer de su vida, la fotógrafa Carol Dunlop. Unidos por un mismo amor a las aventuras de la imaginación, en 1982 decidieron embarcarse en un proyecto impropio de un respetado escritor de casi setenta años y que un año antes había sufrido una grave hemorragia gástrica. Se trataba de recorrer la autopista de París a Marsella, sin salirse nunca y deteniéndose en los 65 paraderos o áreas de descanso, a razón de dos por día, y así durante los 33 días que iba a durar la aventura, sin violar las reglas del juego, pese a las tentaciones que pudieran surgir o la necesidad de huir de un enemigo quién sabe si real o imaginado.
Su tercer acompañante o cómplice es un Volkswagen Combi, Fafner o el dragón rojo, graciosamente humanizado, hermoso y fiel, que “al lado nuestro entre los árboles me está mirando escribir con sus grandes ojos de vidrio acanalado, reposando merecidamente en un paradero lleno de pájaros y gusanos peludos”. La autopista del sur ya la hemos conocido en el relato del mismo nombre de Todos los fuegos el fuego (1966). Siempre en Cortázar reencontramos a Cortázar. Pero la autopista apenas si les interesa. No hay viaje sino etapas. No les vemos conducir sino descubrir la vida de los distintos paraderos. Y en cada uno de ellos hay una experiencia nueva. Hay además un reencuentro con la naturaleza, los bosques, los prados y los animales del mundo secreto de las autopistas, que culmina con la celebración de la alondra, este pájaro que canta mientras sube, que asciende llevando su propia música, y que encuentra su contrapartida en la unión de los amantes, en un crescendo erótico que remite al relato
El río de Final del juego. Más allá de la celebración y de la imaginación (las Cartas a una madre o el divertido Comportamiento en los paraderos) está la lacerante realidad: el mundo está lleno de paraderos que valen todos los viajes de ida, y en una de esas ninguno de vuelta.
Cortázar tuvo que terminar solo esta singular crónica. Carol murió ese mismo 1982. Él moriría dos años más tarde. Un dramático y melancólico final del juego, última nota en la escritura de este maestro del swing.
Julio Cortázar y Carol Dunlop
Los autonautas de la cosmopista
ALFAGUARA. 384 PÁGINAS. 18,90 EUROS