Pauline Kael vs Joan Didion
Las contendientes. Hay enemigos, enemigos mortales y compañeros de partido, dicen que dijo Konrad Adenauer. También hay enemigos, enemigos mortales y vecinos. Tener un lugar de origen común propicia un equipamiento único para la animadversión, ofrece unos códigos que los demás no tienen. Es el caso de las dos californianas del Norte que nos ocupan. Una, la escritora Joan Didion, nació en 1934 en la capital del Estado, Sacramento, en una familia de republicanos WASP. La otra, la crítica de cine Pauline Kael, llegó al mundo en 1919 en Petaluma, hija de inmigrantes judíos polacos que regentaban una granja de pollos. Estaban condenadas a desentenderse.
Ida y vuelta. Las dos estudiaron en Berkeley, se fueron a Nueva York a aprender el lenguaje de las élites intelectuales y volvieron al Oeste para explicar América a través de su cultura popular (idéntico viaje que una tercera California girl: Susan Sontag) En su industria local, el cine, llegaron a ser power players cada una a su manera. Kael como la reseñista más influyente y polémica de su generación, con firma fija en The New Yorker desde 1968 hasta 1991. Y Didion como guionista y crítica ocasional.
Quién empezó. Kael, por supuesto. Por algo hizo de su espíritu belicoso una de las principales herramientas para escribir y hacer carrera. A la periodista, madre soltera hecha a sí misma, le molestaba lo que ella juzgaba como estudiada languidez de Didion, que veía como un privilegio de clase, y en 1972 aprovechó su crítica de la película Play it as it lays, basada en su novela del mismo título y con guión de la propia Didion y de su marido, John Gregory Dunne, para lapidarla. Escribió que había encontrado el libro “de una fanfarronería ridícula” y que lo había leído “entre ataques de risa”. La película, en consonancia, le pareció “la fantasía de princesas definitiva”.
La venganza se sirve por escrito. Y a dúo. Poco después de aquella reseña, Didion escribió en su ensayo En Hollywood, publicado dentro de El álbum blanco: “Emitir juicios sobre filmes es de alguna manera una ocupación tan peculiarmente vaporosa que uno se pregunta por qué lo hace nadie, más allá de las oportunidades obvias de cobrar por algunas charlas y hacer arribismo a un nivel desoladoramente limitado”. Dunne, por su parte, aprovechó que le encargaron la crítica de un libro que recopilaba artículos de Kael para denunciar que esta tenía “una ignorancia implacable del negocio de hacer películas” y descartar su estilo como “arrogantemente estúpido”.
Y sin embargo. Las dos contemplaron la contracultura de los 60 y 70 desde muy cerca pero sin ensuciarse, y con cierto desdén, si bien desde posiciones radicalmente distintas. Cuando, inevitablemente, se encontraban en saraos, “hablaban sobre ranchos y camionetas y whisky en el suelo de madera y el camino de Silverado, dos chicas duras, cada una con el instinto de una mangosta y un amistoso desprecio por la obra de la otra, fingiendo ser buenas chicas”, escribió Dunne.