La sonrisa irónica de Salvador Espriu
Con más de cincuenta años de periodismo a mis espaldas, en los que he conocido a personajes muy variados, ha llegado la hora de recordar. En esta serie de artículos abordo pequeñas historias de la cultura catalana reciente
“Sujeto, verbo y predicado. Tenga mucho cuidado con los adjetivos; son como el aceite y la sal en la cocina: conviene no abusar, pero son necesarios”. Me lo comentaba Salvador Espriu durante nuestro primer encuentro en privado, en su despacho del paseo de Gràcia junto a la calle de Aragó, donde su hermano Josep lo había contratado como asesor legal de Asistencia Sanitaria Colegial (ASC) para que se pudiera dedicar a la creación literaria.
Yo había conocido a Salvador Espriu unos años antes. Mi padre me lo había presentado en un acto de la Escuela de Arte Dramático Adrià Gual, en la cúpula del Coliseum. Pero fue a partir de ese día, en el que yo osé pedirle que me recibiera porque quería saber cómo tenía que escribir, que inicié una relación personal con él que se prolongó hasta su muerte, veinte años más tarde.
Nos encontrábamos primero en sus despachos de ASC, poco después en sus sucesivos domicilios de los jardines pequeños del paseo de Gràcia, Salvador Espriu no sólo me recomendó algunas lecturas –sobre todo la Biblia y los clásicos griegos y latinos, además de El Quijote, entre otros–, sino que me sorprendió siempre por su curiosidad infinita y, mira por donde, por un sentido del humor finísimo, agudo, remachado a menudo por una sonrisa irónica, socarrona, como de niño travieso.
Espriu tenía una imagen pública de hombre triste, aislado, introvertido y con una concepción trágica de la vida, derivada tanto de las muertes de dos de sus hermanos, de su íntimo amigo Bartomeu Rosselló-Pòrcel y de sus padres, como de su siempre muy precario estado de salud. Pero en privado muy a menudo se convertía un hombre no ya curioso sino casi chismoso, que se interesaba por todo y para todo el mundo, que quería estar al corrien- te de las novedades sobre casi todo.
A veces era yo quien lo llamaba para verlo, a veces era él, ya fuera con una de sus célebres tarjetas escritas –siempre con bolígrafo, con sus inconfundibles mayúsculas como de ala de mosca– o bien con una llamada de su asistenta. Una vez en su casa, las horas se escurrían sin que yo fuera consciente, bebiendo de su sabiduría y sensibilidad –y también de la copita correspondiente–, y yo le daba las informaciones que él me pedía.
Sus comentarios ácidos y mordaces eran demoledores: “Este es un país pequeño y mezquino. Tan pequeño y tan mezquino –me decía–, que se ve que sólo da para un poeta, y por eso dicen que soy el poeta nacional de Catalunya. Cuando me muera se tendrán que inventar otro...”. Y acto seguido llevaba aquel ejemplo a todo tipo de terrenos, desde la novela, la pintura, la política o, incluso, el deporte.
Quien sabe leer a Salvador Espriu de verdad no se puede quedar en su obra poética de mayor contenido cívico y reivindicativo, o de in- terrogación sobre el paso del tiempo o de la muerte; también tiene que saber comprender y asumir la radicalidad crítica de su retrato nada complaciente del país y de su gente, presente sobre todo en su obra narrativa.
Meticuloso, minucioso, detallista y riguroso, amigo leal de sus amigos, Salvador Espriu me honró ofreciéndose él mismo a escribirme el prólogo de mi primer libro La Nova Cançó, el año 1976. Me gustaría que, pasados ya cuarenta años, pudiera suscribir todavía las palabras generosas que en esos momentos me dedicó.
“Es un país tan pequeño y tan mezquino, que se ve que sólo da para un poeta, y dicen que yo soy el poeta nacional”