Desde Rusia con amor (y escándalo)
El ruso Konstantin Bogomolov no cree que el teatro pueda cambiar el mundo. Pero sus puestas en escena parecen haber cambiado el mundo del teatro ruso. La crítica coincide en que es el director de mayor renombre y popularidad de Rusia, el más debatido y contestatario. A los tres años de su estreno en Moscú, las entradas para Un marido ideal aún deben comprarse con seis meses de antelación. Su versión de la obra de Oscar Wilde fue catalogada como “una enciclopedia de la Rusia moderna”. Es un espejo paródico-radiográfico de la sociedad rusa que ha cautivado a los que retrata, que acuden copiosamente a las funciones para verse ridiculizados en el escenario del legendario Teatro de Arte fundado por Stanislavski.
Una estética libertaria de high and low combinada con iconoclastia, nostalgia y humor corrosivo, han hecho de las obras de Bogomolov la sensación de las temporadas teatrales de Moscú y San Petersburgo. En parte porque vienen acompañándose de escándalos: en el 2012 , en Lear. Una comedia, Bogomolov osó internarse, según la crítica, en “el inconsciente colectivo de la historia soviética”, reflejada en un espejo retrovisor surrealista que cuestiona la Rusia en guerra, iniciando la obra en el Kremlin en 1941, con una rey Lear que viola/ hace el amor a un mapa de la URSS; en el 2013 escenificó Los hermanos Karamazov en un crematorio VIP sin ahorrar al público escenas de necrofilia, incluidas erecciones post mórtem, en “una sátira sobre la Rusia actual en la que Fiódor Karamazov explota una cadena de salones de bronceado” según Marina Davydova, directora del Festival de Viena 2016. Nuevo escándalo en el 2014: el mes en que Putin firmó la retrógrada ley que pena el uso de palabrotas, con una diestra verónica conceptual el director las evitó en Gargantúa y Pantagruel, recurriendo a una transgresora y astuta escatología sonora y visual sin incurrir en la menor infracción.
Formado como filólogo, Bogomolov es paladín y practicante de la intertextualidad y del teatro de autor de larga duración. En Un mari
do ideal absorbe otras obras de Oscar Wilde, de ilustres del panteón literario ruso –Chéjov, Tolstoi, Pushkin–, el Fausto de Goethe y Romeo y Julieta de Shakespeare. Clasificada entre sus “comedias de sociedad”, la obra aborda el candente tema de la corrupción y Wilde la empezó durante la secuela del gran escándalo desatado en 1892 al revelarse que la Panama Canal Company había sobornado a funcionarios franceses –legisladores, ministros y hasta al mismísimo Eiffel de la torre– para que ocultaran su desastrosa situación, haciendo que ochocientos mil accionistas franceses perdieran sus inversiones. El barón Reinach, agente de la compañía, se suicidó al finalizar el año. Veinte años antes el gobierno británico, crítico con el proyecto de Canal de Suez, escandalizó al mundo al comprar intempestivamente el 40% de sus acciones a un Egipto en crisis. Wilde mezcló canales, barones y escándalos en la coctelera de realidad y ficción de la literatura, y combinándolos con suspense y didascalias de connoisseur del arte optó porque en su Un marido ideal, sir Robert Chiltern, subsecretario de Relaciones Exteriores británico, debiera su fortuna a haber vendido un secreto de Estado sobre el canal de Suez al barón Arnheim (casi anagrama de Reinach). La desaprensiva Lady Cheveley, enterada del asunto e interesada en que Chil- tern apoye un negociado fraudulento sobre Canales argentinos, lo chantajea exigiéndoselo a cambio de su silencio. Este, aterrado, más que por la perspectiva de la ruina de su carrera por la de perder el respeto de su esposa que lo considera un marido ideal, pide ayuda a su amigo Lord Goring. Tras escenas de comedia de enredos y MacGuf-
La obra se erige como un compendio en clave irónica de la Rusia actual que no deja títere con cabeza
fin de por medio, sobreviene inopinadamente un final feliz.
Bogomolov metamorfosea a Lord Goring en “Lord”, exasesino a sueldo reciclado como estrella de la shanson rusa, y a su gran amistad con Sir Chiltern, ministro de Objetos de Goma, en una relación homosexual, secreto del que está al tanto Lady Cheveley, directora de la compañía gomera Proktor & Immerda, y con el que intenta chantajearlo para que la favorezca en una licitación. Construida como un híbrido de recital/espectáculo de variedades, la obra engarza un popurrí de canciones tradicionales rusas y shansones. Entre las primeras, numerosas dedicadas al abedul blanco, árbol emblemático de Rusia, o a la nieve rusa, otro tema obligado, o a la propia “madrecita Rusia”, pero con paráfrasis que en Viena arrancaban continuas risas esotéricas a integrantes del público que se adivinaba ruso. Pero el plato fuerte son las shansones o blatnaya pesnya (canciones de delincuentes), curio- sidad rusa de origen decimonónico, supuestamente escritas durante o después de un encarcelamiento. El género se metamorfoseó en canción de prisioneros bolcheviques, después de disidentes soviéticos, y es ahora más popular que nunca con la cadena Radio Shanson, dedicada a ellas con exclusividad.
Así, la obra de Bogomolov se erige como un compendio en clave irónica de la Rusia actual –el director prefiere a la sátira la ironía–, un viaje envolvente de cuatro horas por aspectos y estratos de la cultura, sociedad e historia rusas que no deja títere con cabeza –incluido el “emperador Putin”– con escalas repetidas en Las tres hermanas de Chéjov convertidas en desopilantes prostitutas de lujo, o la irrupción de alguien que dice “Hola, soy Dorian Gray”, todo regado con una nostálgica ridiculización de la nostalgia e innumerables variaciones de declaraciones de amor absoluto y burlón a la “madrecita Rusia”, sus abedules, su nieve y su Kremlin.