Diplomático, espía, escritor
Le Carré revela los episodios reales tras sus novelas
Por fin las codiciadas memorias de John le Carré (Poole, Dorset, 1931) que aparecieron a escala internacional hace sólo dos días, el 8 de este septiembre, con el título de Volar en círculos ( The pigeon tunnel). En la primera página y como para estimular las glándulas salivares del lector, Le Carré aclara el origen de este título (literalmente “el túnel de las palomas”) que en algún momento ha figurado como encabezamiento provisional de algunos de sus libros. Este texto-apunte ligado con el joven Cornwell y su disparatado padre en Montecarlo, y que al final remite a la capacidad de juicio del lector, creo que es un buen acceso a la singularidad de la obra en la que estamos impacientes por adentrarnos.
Para los que no vacilamos en proclamarnos devotos de Le Carré desde la primera hora, o sea, desde que fuimos captados por El espía que surgió del frío y seguimos pensando que la etapa de la guerra fría protagonizada por George Smiley es difícil de superar y que El topo es, aún hoy, una cima insuperable de su narrativa, saber que en su fortín de Cornualles David John Moore Cornwell/John le Carré había rematado sus memorias nos llenó de gozo pero a la vez –hablo por mí– sentí una cierta inquietud. ¿Quién iba a asumir la autoría de la confesión, Cornwell o Le Carré? ¿Qué decidiría contar de sus tiempos en el Servicio de Inteligencia Británica, con autorización o sin ella?
Conviene no olvidar que el libro lleva un subtítulo: Historias de mi vida. Casi en el mismo arranque, cuando Le Carré escribe sobre su chalet en los Alpes suizos levantado con las ganancias de El espía que
surgió del frío y donde recibió al director americano Sydney Pollack y al actor Robert Redford, aprovecha para precisar que todo lo que cuenta son historias verídicas explicadas de memoria, de manera que, si lo ha considerado oportuno, algunos hechos los ha disfrazado pero nunca falsificado; “rotundamente no”. Luego, más adelante, se pregunta hasta qué punto la memoria de un viejo escritor es la puta de su imaginación, y, de nuevo, qué es lo que diferencia a un inventor de estafas (su padre truhán, Ronnie) de las dotes del hijo como ilustre creador de ficciones en la página en blanco.
Tengo a John le Carré por un gran escritor culto –fue enseñante en Eton– que leo con fruición pero cuya escritura nunca ha sido fácil ni cómoda. Le Carré siempre ha exigido del lector un alto grado de complicidad para interpretar sus apelaciones a la ironía, el sarcasmo, el uso que hace de las metáforas más inesperadas y los silencios poblados de voces que reclaman ser escuchadas para captar lo que las palabras se callan. Eso es lo que distingue a Le Carré, las historias de Le Carré contadas o a medio contar, de por ejemplo las historias de espías de Graham Greene. Sólo así, prestando mucha atención a lo que dice, a cómo lo dice y a lo que procura no decir, es posible entender el alcance de su visión de la Alemania posnazi (leyes del doctor Globke) o de personajes tan densos e inextricables como el fantasmal y luciferino traidor Kim Philby, o los actores Richard Burton y Alec Guinness, el imborrable Smiley de la serie televisiva.
¿Se siente uno en paz con el gran Le Carré al concluir la lectura con un par de pasajes exquisitos: La tarjeta de crédito de Stephen Spender y El último secreto oficial? ¿Cabía esperar más de sus lúcidos 85 años, de su vida para nada usual, de sus muchos saberes narrativos? Seguramente no. Eso sí, nos ofrece su mundo a pedazos: sólo hemos de armarlo.
Hay que prestar atención a lo que dice y no dice sobre el traidor Philby, Richard Burton o Alec Guinness