Nacido para huir
Con el talento que lo caracteriza, Springsteen ahora escribe un libro concebido como la terapia que necesita un hombre emocionalmente mutilado. Lleno de franqueza y sin drama, regala a los fans memorias plagadas de información mientras confiesa su lado má
Las memorias de Springsteen, ejercicio de terapia
He visto algunas veces a Bruce Springsteen. 10 o 12. Es el artista que me ha hecho vivir con más intensidad. A los 9 años lloré desconsolado porque mis padres, claro, no me dejaron ir al concierto de Amnistia. Después visioné el último show de la gira hasta destrozar esa cinta de VHS. La última canción, como miles de noches desde finales de los 60–mucho antes de pasar por el estudio–, era su Twist & shout. Buenos Aires extasiaba. Él aparentemente también. Lo sentí por primera vez en julio del 2008 en el Camp Nou. Lo acompañaba la E Street Band. En el bis hizo subir a su familia. Allí estaba Patti, pero también los hijos y Evan, el mayor, a su lado. Al marcharse sabíamos que se había producido “el intercambio de sublimaciones entre artista y audiencia”, por decirlo con sus palabras. Pero aquella escena, después de exhibir ahora su intimidad, ha adquirido un sentido más complejo. Durante aquellas casi 4 horas él había estado sublimando una insondable angustia.
Hacia el final de las memorias, cuando el interés de la trayectoria musical va decayendo, Springsteen reitera que las giras han sido su automedicación más exitosa. El libro, de hecho, parece concebido como una variante de una terapia seguida desde hace décadas por un hombre emocionalmente mutilado. Por eso hay tantísima franqueza. No es melodramático.
El núcleo de este libro es la pulsión por escapar del vacío sobre el que construyó su personalidad inestable
Es pura vida dura. Para los fans hay mucha información. Hay el afán consciente de entroncar con la gran tradición del rock –la que descubrió el 56 cuando Elvis salió en el programa de Ed Sullivan y que aún abanderan los Stones–, su desconexión respecto del mundo de los hippies –como evidencian los primeros viajes a
California–, la prehistoria de la estrella –“bolos ásperos en guaridas patibularias”–, la complejidad de sus relaciones con los miembros de la banda o el seguimiento del significado de cada uno de sus discos –con el olvido de Human touch y Lucky town–. Pero el núcleo duro de un libro escrito por un hombre de la calle egocéntrico, trabajador infatigable, es la pulsión para huir. Ruta 66 arriba, en moto o coche, gira mundial abajo. Huir no del vacío del mundo del sueño americano adulterado donde creció sino del vacío sobre el cual le tocó construir su personalidad inestable.
Del pueblo industrial de Freehold, donde nació su conciencia social y patriótica (el trauma de Vietnam, el racismo latente), hasta Newark, también en Nueva Jersey, hay menos de 70 kilómetros. No me extraña que las ficciones de Roth lo hayan cautivado. Born to run podría leerse como una
Pastoral americana narrada por una estrella del rock. El barrio, el peso de la religión, el hogar como “un campo de minas de miedo y angustia”. Toda la historia pivota sobre la dificultad por hacerse con una casa (ha comprado muchas) y la figura de un padre devastado y devastador, cuya enfermedad mental se va proyectando, amenazadora, sobre el adulto que rememora su vida. Cuando era un niño, cuando vivían con la abuela que se desvivía por él, el pequeño a menudo debía ir a buscar al padre en el bar mientras la madre esperaba en el coche. En casa, después, desastre. Como cada día. La música era refugio y era esperanza para huir. Y, cuando fuera posible, crear la familia propia. Aquella que cantaba Twist & shout sobre el escenario. La de una anhelada paz, siempre escurriéndose, al finaldelacarreteradeltrueno.