El misterio del académico desaparecido
En Desaparecer de sí (Siruela), el sociólogo y antropólogo David Le Breton habla de las personas que, de una u otra manera, desaparecen de la vida social, se desvanecen, se alejan del mundanal ruido. Fue el caso del escritor Robert Walser, que dejó todo e ingresó voluntariamente en un sanatorio de salud mental. Afirmaba que “la ausencia es mi destino”. También son impactantes y adictivas las desapariciones a las que asistimos en la nueva novela de José Sanclemente, Ilusionarium (que publicará Roca Editorial en octubre), donde nos introduce con muchas trampas y de la mano de un periodista de la vieja escuela en el mundo de la magia profesional y, especialmente, de los escapistas. Pero ninguna desaparición tan portentosa como la del académico profesor Francisco Rico en la librería La Central el día de la presentación en Barcelona de la nueva novela de Marina Perezagua, Don Quijote de Manhattan (Libros del Lince). Su presencia como presentador del libro fue anunciada a bombo y platillo, pero allí no apareció. Tal vez el eminente cervantista fue víctima del encantamiento del mago Frestón, que robó los libros de caballerías a Don Quijote y convirtió en molinos a los gigantes. Pero, en cualquier caso, ya decía el gran caballero de la Mancha que “no hay que hacer caso destas cosas de encantamientos, ni para qué tomar cólera ni enojo con ellas”. Tras el momento de pánico de no tener presentador en una presentación (lo cuál sería algo a fomentar), saltó al ruedo un espontáneo: el crítico literario Fernando Valls que, aprovechando que se había leído la novela, ejerció de improvisado presentador sin despeinarse.
Para pasar el trago, los de Libros del Lince propusieron unos días después unos cuantos tragos más, pero estos de vino. Una cata dirigida por el enólogo Joan Martin, autor de la guía Los supervinos 2017, para presentar a la prensa la nueva vida de esta editorial surgida de la tozudez del editor
Enrique Murillo y absorbida hace unos meses por el grupo Malpaso. Se ha incorporado en esta etapa al equipo otro resistente nato, Eduardo Hojman, que estuvo durante varios años en la órbita de Urano; no es que fuese astronauta sino que trabajaba en la editorial de los hermanos Sabater de la calle Aribau.
Justo ahora hace exactamente 20 años de la primera vez que me encontré con Enrique Murillo. Nos metieron a los dos en un taxi camino de un congreso de jóvenes escritores y antes de que pudiera abrir boca ya me había (casi) convencido de la excelencia de su entonces pupilo
Ray Loriga. Argumentos no le faltan.
Aunque ha trabajado en Anagrama, Alfaguara, Planeta o Plaza y Janés –y porque de todas salió por la vía Tarifa– le pregunto a Murillo si después de estos años yendo por libre va a ser capaz de acomodarse a trabajar en una estructura editorial: “Mi vida salvaje de cazador solitario o lince despeinado hace difícil volver al orden y la civilización, pero he trabajado con equipos más numerosos incluso. Así que me iré adaptando a vivir en familia”. Tras más de 40 años en trincheras de papel (desde traductor de Nabokov a director de Playboy; pasando por El País y todas las editoriales de mayor tamaño del país), no puedo resistirme a preguntarle: ¿y qué te queda ya por hacer? “Lo que a este editor emérito le queda por hacer es seguir conectando escritores con lectores, lo único para lo que tal vez sirva. Y quitarme la pereza de encima y avanzar en las memorias y terminar una novela titulada Si el dinero, que Ana Moix dijo que era lo mejor que había escrito en mi vida, pero que el Lince me obligó a aparcar”. Y sonríe con picardía. Este lince es muy zorro.