El arte y la vejez
El artista es alguien que se pasa toda la vida preparándose para algo. Para el creador, la vejez, en la feliz circunstancia que la salud física y mental le acompañen, es el estado más puro, más soberano y más desinhibido para el ejercicio de crear. Con la vejez el creador inaugura un período de libertad casi absoluta. Libertad radical para el gusto, la estética y, claro, para su conciencia. Y en muchos casos aumenta su excelencia, su dominio de las técnicas y su capacidad para reflejarse en su yo esencial. Una destilación en el alambique de su historia y su obra. Parece nuestro destino: hacer de viejos lo que de jóvenes despreciábamos por pudor, vergüenza o inseguridad, será por eso el refrán popular: “los viejos siempre dicen la verdad, pese a quien pese”. Cierto, en polos opuestos vemos la vejez como una culminación o como una inexorable claudicación. También esto va a épocas y a culturas. En la nuestra, la juventud se presenta como un valor en sí misma.
El creador, cuando ya no puede confiar en su futuro, es cuando pone su alma y su obra a la intemperie. También más de un estudioso afirma que la connatural disminución de la libido ayuda, o deriva, en una mayor capacidad de concentración, en una economía de energías y menos distracciones vitales. Seguramente será en los casos de quienes envejecen sin resentimiento. Que tampoco es fácil.
Hay ejemplos ilustres: los cineastas Manoel de Oliveira, Chabrol, Clint Eastwood, Dreyer o Buñuel. O los pintores como Matisse con sus últimos papeles recortados, Miró octogenario quemando sus telas, el Goya cabreado de las pinturas negras de la Quinta del Sordo –hoy, en el Prado–, o el Sucre casi ciego trabajando en sus excepcionales ceras… Renoir, artrítico y con los pinceles atados a las manos, pintó su etapa más libre y controvertida. Y el Bacon madrileño del amor oscuro y terminal sobrecoge. En muchos casos el viejo artista es, aún, un depósito de proyectos, una metamorfosis más allá de lo físico. Lejos, claro, del albedrío juvenil. Y de las inseguridades. Incluso el recalcitrante pesimista Schopenhauer escribió Senilia para mostrar lo llevadero y agradable de la –su– edad avanzada. Ayala, Lampedusa, Alberti o Bellow escribieron hasta muy tarde.
Un evidente ejemplo de arte y vejez: en 1973 y en el Palacio de los Papas de Aviñón, se exponían las últimas obras de Picasso, escogidas por él mismo antes de morir. Ante el desconcierto y el embarazoso silencio de la crítica, un Picasso despojado, feroz y urgente, apresurado, desafiante y sublime. Los temas de siempre: toreros, mujeres, mosqueteros, la figura del pintor decrépito pintando… una revisitación esencial. Eros y Tánatos. Un erotismo oscuro, obsceno y descarnado –¿desengañado?–. Vaginas dentadas, ojos desorbitados, anos procaces… La mujer orinando –un homenaje al Rembrandt anciano, que grabó el mismo tema–. ¿Un lujurioso punto y final? ¿Un más allá de la carnalidad? Telas dibujadas con pincel sobre sus blancos fondos de origen, trazos violentos, pintura chorreante, colores sucios mezclados con la falta de reposo de quien sabe que pronto entrará en la nada. Una desafiante interpelación del artista viejo al espectador. A la vida. Y al veredicto de la Historia.