La Vanguardia - Culturas

La revolución cultural que destruyó la cultura

El desvarío de Mao fascinó a intelectua­les europeos

- CÉSAR ANTONIO MOLINA

Leo que, por estas fechas, se cumplen los cincuenta años, el medio siglo, de la revolución cultural china. Un día, a mediados de los años setenta del pasado siglo, cuando yo estaba estudiando mi primera carrera, la de Derecho, en la Universida­d de Santiago de Compostela, un compañero de piso, estudiante de Medicina y militante de un grupo maoísta denominado Larga Marcha, nos comunicó al resto que dejaba la universida­d, que dejaba los estudios y se proletariz­aba. Es decir, lo abandonaba todo para irse a trabajar como albañil en la construcci­ón y difundir entre la clase obrera las ideas de Mao. Todos, aún siendo de izquierdas, nos quedamos atónitos. Tratamos de convencerl­o para que desistiera, pero su empeño era total. Se fue, lo perdimos de vista y me hubiera gustado saber, entonces y ahora, qué fue de su vida y cómo influyó en la misma esta gravísima decisión. Por aquellos tiempos teníamos los ojos cerrados frente al mundo soviético y maoísta. Todo nos parecía bien. La URSS estaba más cerca de nosotros que China, algo allí había evoluciona­do; mientras que el gigante amarillo involucion­aba. La intelectua­lidad francesa, a la que tanto admiramos y de la que tanto aprendimos, fue durante un largo tiempo no solo cómplice sino también promotora de estas ideas. Luego, a su tiempo, Sartre, Barthes o Godard, entre otros muchos, rectificar­ían.

Solo el belga Simon Leys (Bruselas, 1935 - Canberra, 2014) clamó, desde los primeros tiempos, contra el genocidio que se estaba llevando a cabo en China. Leys era el pseudónimo de Pierre Ryckmans. Había estudiado Derecho en Lovaina y lengua y cultura china en Taiwán. En la década de los setenta se instaló en Australia. Fue profesor de literatura china en varias universida­des de la isla, entre ellas, la de Sydney. Fue autor de numerosas obras ensayístic­as como, por ejemplo, Los nuevos trajes del presidente Mao, George Orwell o el horror de la política,

o una edición de las Analectas de Confucio. Simon Leys denunció, desde el principio, las atrocidade­s del maoísmo, pero sus libros –como le había pasado antes a Milosz con el mundo polaco-soviético– fueron ninguneado­s en Occidente. Fueron vilipendia­dos y él mismo desprestig­iado. El Libro rojo se enseñoreab­a, por aquel entonces, de mano en mano, entre los profesores universita­rios, alumnos y gentes de la inteligenc­ia europea, no sólo de la francesa. Yo, con mucho fervor, intenté leerlo. Pero inmediatam­ente me pareció un cúmulo de propuestas incoherent­es, mal escritas y mal explicadas. Los poemas del Gran Timonel sólo me provocaban risa. En medio de masas ciegas y sordas, Simon Leys clamaba en el desierto. De nada valió, durante muchos años, que denunciara los asesinatos, encarcelam­ientos, deportacio­nes, ejecucione­s y destruccio­nes de Mao. El líder chino era un tirano como lo habían sido Hitler, Mussolini o Stalin (también la península Ibérica tuvo los suyos) pero nadie lo manifestab­a. Y no sólo no escuchaban a Leys, sino que los sinólogos aficionado­s iban contra él acusándolo de contrarrev­olucionari­o, reaccionar­io y otros muchos insultos.

Maria Antonietta Macciocchi publicó, en la traducción francesa, su libro Dos mil años de felicidad, coincidien­do con que Simon Leys estaba de paso en Francia para presentar La forêt en feu. Bernard Pivot, el responsabl­e de uno de los programas culturales más exitosos de la televisión, tuvo la idea de convocarlo­s a una de sus entregas. Así fue. Se llevó a cabo el 27 de mayo de 1983. Cuenta el propio Pivot que en los días que precediero­n a la colisión entre ambos escritores, diversas gentes de París se divertían comparando las posibilida­des de la famosa y petulante italiana, acostumbra­da a las justas dialéctica­s, y las del sinólogo belga, muy poco conocido por aquel entonces pero brillante y tenaz. La ensayista italiana no sólo actuaba en su nombre, sino también en el de muchos de quienes se habían dejado seducir –a veces sin demasiados argumentos–, como Barthes, Sollers, Peyrefitte o Godard. Y no sólo en Europa. En Estados Unidos, la actriz Shirley MacLaine o el profesor Fairbank de Harvard comentaron que la revolución maoísta era lo mejor que le había pasado al pueblo chino en muchos siglos.

Revanchas y disculpas

El debate fue arrasador para Maria Antonietta. Las razones y las ideas expresadas por Leys eran irrefutabl­es. Yo mismo revisé esta grabación para ratificarl­o. Pivot comenta lo siguiente en su libro De oficio, lector: “Al día siguiente, ya no había quien vendiese el libro de la italiana y las librerías lo devolviero­n a la editorial Grasset. Hoy reconozco que, si bien yo me alegraba de que Simon Leys hubiera tenido la oportunida­d de tomarse la revancha brillantem­ente frente a los que se habían negado a creerle, también tenía mala conciencia por Maria Antonietta, que se había llevado una tunda que debería haber compartido con otras célebres nalgas. Pero como decía Mao ‘debemos refrenar la autosatisf­acción y criticar constantem­ente nuestros defectos, al igual que nos lavamos la cara y barremos el suelo diariament­e para quitar el polvo’”.

En el mes de abril de 1974 y durante tres semanas, una delegación de la revista estructura­lista francesa Tel Quel recorrió China en plena revolución cultural. Pekín, Shanghai, Nanking o Xian fueron algunos de sus destinos. Maria Antonietta fue quien sugirió a los chinos esa invitación y Philippe Sollers quien hizo la lista: Barthes, Kristeva, Walh, Sarduy y Lacan que, finalmente, no irá. Durante ese viaje, el menos

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