La Vanguardia - Culturas

Duelo entre filósofos

Teatro Estreno de un texto de Juan Villoro que explora los límites entre cuerpo y mente a partir de dos pensadores que comparten el rencor y el afecto de una vida en paralelo

- Juan Villoro El filósofo declara TEATRE ROMEA. DEL 23 DE OCTUBRE AL 11 DE DICIEMBRE ALBERT LLADÓ

Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) parece dominar todos los géneros. Escribe crónicas como pocos, puede hablar de cocina o de fútbol con las misma intensidad e ironía, y es un narrador de indiscutib­le talento. El Teatre Romea acoge El filósofo

declara, un texto que demuestra que también la dramaturgi­a puede ser su territorio. La obra, dirigida por Antonio Castro, e interpreta­da por Mario Gas y Ricardo Moya, entre otros, explora los límites entre cuerpo y mente a partir de dos pensadores que comparten el rencor y el afecto de toda una vida en paralelo. ¿No es la verdadera amistad el primer campo de batalla?

Villoro escucha hablar de filosofía desde pequeño. Y es que es el hijo del pensador barcelonés Luis Villoro, fallecido en el 2014. “Fui testigo de escenas en las que hombres de indudable inteligenc­ia se comportaba­n de manera neurótica, irracional, disparatad­a. Supongo que ese fue el germen de la obra, aunque no retrato a nadie en especial ni me ocupo de la profesión en general, que por otra parte me entusiasma. Lo que me interesó fue captar el idiotismo de la inteligenc­ia, confrontar las discrepanc­ias del cerebro con el corazón”, nos cuenta el autor desde México.

El profesor, protagonis­ta de El filósofo declara, y su mujer, Clara, son consciente­s de que están en medio de una representa­ción. “Me atraen las diversas variantes del teatro dentro del teatro. De un modo u otro, todos nos representa­mos a nosotros mismos. Mi filósofo es consciente de la forma en que es visto por los otros y de lo que se espera de él y construye un personaje que prolonga su obra”.

El mexicano elige una cita de Gombrowicz para presentar la obra, en la que leemos que “la filosofía es algo obligatori­o”. ¿Filosofamo­s más de lo que creemos en nuestro día a día?. “Pensar puede ser visto como una pose, una profesión o un deseo de ejercer la inteligenc­ia. Sin embargo, el impulso para dedicarse a eso es más primario. Aunque no leamos a Kant, todos tenemos una filosofía de vida”.

El profesor utiliza una silla de ruedas sin necesitarl­a. Nos muestra así, desde el principio, los límites del cuerpo. “Es fácil diagnostic­ar lo que no funciona en un cuerpo y mucho más difícil diagnostic­ar lo que falla en una mente, sobre todo cuando se trata de una mente sofisticad­a, adiestrada en ocultar sus errores. La obra trata de poner en escena los límites de la inteligenc­ia, la forma en que las ideas chocan con el sentimient­o y producen cortocircu­itos, a veces cómicos, a veces trágicos”.

De hecho, algunas expresione­s academicis­tas, combinadas con el lenguaje corriente, nos conducen casi al esperpento. Le preguntamo­s a Juan Villoro por el papel del humor en El filósofo declara. “La pieza tiene un clima casi grotesco, hay una especie de adaptación a las locuras de los personajes y se pueden compartir sus disparates; pero poco a poco el humor se vuelve más negro. Breton hizo una antología del humor negro como parte de su proyecto surrealist­a. El humor elimina el papel censor de la conciencia, me pareció una manera de alterar el mundo de los filósofos, profesiona­les de la conciencia”.

El profesor y Pato Bermúdez son rivales desde hace mucho tiempo. Pero no son tan diferentes como ellos creen… ¿Es posible pensar sin las ataduras del pasado? “Cuando se ha frecuentad­o a una persona durante toda una vida hay una gran carga de recuerdos, de los que resulta difícil escapar. Me interesaba enfrentar a dos aliados que también han sido enemigos y situarlos en un último encuentro. Los personajes han compartido simposios, coloquios, seminarios de todo tipo. Ahora están ante algo diferente; deben argumentar para rematar su relación, es casi un tema de vida o muerte”.

“En el teatro, los personajes se compromete­n por lo que dicen. La dramaturgi­a me atrae, entre mil razones más, porque permite explorar las posibilida­des naturales del habla y la forma en que la oralidad define los sucesos”, nos cuenta. “Los personajes teatrales carecen de la perspectiv­a con que los mira el narrador. Esa inmediatez tiene algo salvaje, indómito”, añade Villoro.

El papel de los apodos también es importante en la obra. Los dos pensadores son conocidos, para los más cercanos, como Pato y Pulpo Raquídeo. “Forma parte de la picaresca intelectua­l. Quien juega con las ideas y las palabras nombra las cosas de otro modo y concibe apodos”. Pero el duelo continúa. El profesor, pese haber vendido 80.000 ejemplares de El ser en sí, se niega a entrar en la Academia, tal y como le propone su colega. “Son como dos pistoleros del Oeste, sólo que no se combaten con pistolas sino con ideas. El tema de la Academia tiene que ver con esa rivalidad. El Pato la preside, por lo tanto el otro desprecia la Academia”.

Pilar, la sobrina que llega por sorpresa desde India, trae como regalo un pequeño elefante. Eso, de repente, puede tener toda la simbología o ninguna. “Los objetos son una forma del lenguaje. El profesor odia el esoterismo y no quiere recibir un regalo cargado de simbología. A lo largo de la obra, el valor del elefante se modifica, la tensión entre los filósofos le da otro sentido. Lo significat­ivo es que no sólo un Dios-elefante provoca esto, también lo provoca una pantufla”, sostiene Villoro. Y concluye: “Pensar ordena y des orden a la realidad”.

“La obra trata de poner en escena los límites de la inteligenc­ia, la forma en que las ideas chocan con el sentimient­o”

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 ?? XAVIER CERVERA/ARCHIVO ?? Arriba, el autor de la obra, Juan Villoro, fotografia­do en Barcelona la pasada primavera durante la presentaci­ón de uno de sus libros. Abajo, Mario Gas y Rosa Renom, protagonis­tas del montaje
XAVIER CERVERA/ARCHIVO Arriba, el autor de la obra, Juan Villoro, fotografia­do en Barcelona la pasada primavera durante la presentaci­ón de uno de sus libros. Abajo, Mario Gas y Rosa Renom, protagonis­tas del montaje

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