La Vanguardia - Culturas

‘Slow Christmas’: rito y reflexión

Un dossier de Antoni Puigverd, Joan-Carles Mèlich y Flavia Company

- JOAN-CARLES MÈLICH

Tenemos la sensación de que la Navidad se repite sin renovarse, que vuelve como un clon de lo mismo

No hay vida humana sin finitud, pero la finitud no sólo es la muerte sino el tiempo y el espacio, la contingenc­ia, las situacione­s y las relaciones. La condición humana es

adverbial. Desde esta perspectiv­a, la vida es un andar situándono­s (y resituándo­nos) en un tiempo y en un espacio; vivir es existir en la imposibili­dad de poder quedar situados del todo. Algunos momentos del año muestran la necesidad de puntos de referencia espaciotem­porales que no podemos esquivar porque son inevitable­s para habitar nuestro mundo. La Navidad es uno de ellos.

La Navidad señala una ruptura en el tiempo cotidiano, ruptura que es, a la vez, rememoraci­ón. Cada año vuelve y, aunque sea distinta, no deja de tener un cierto aire de familia. Por eso, es una de las muestras más evidentes del fondo ritual de la vida cotidiana, un fondo ritual que no es posible eludir, ni siquiera en tiempos de crisis generaliza­da.

Pero tenemos la sensación de que, cada vez con mayor intensidad, la Navidad se repite sin renovarse, parece que vuelve como si fuese un clon de lo mismo, de lo ya vivido, al modo de una (mala) novela de la que ya conocemos el final. Si eso sucede así, y si esa sensación es común a la mayor parte de los presentes, entonces el problema es mayúsculo, porque una repetición sin renovación es una repetición muerta. En el caso que nos ocupa resulta todavía más grave, puesto que Navidad remite a nacimiento, a lo nuevo. Navidad significa tiempo de nacimiento: algo nuevo comienza (o debería comenzar), algo distinto de lo que se ha vivido irrumpe.

Ahora bien, parece claro que vivimos en un mundo social en el que el tiempo se ha acelerado y en el que el espacio se ha vuelto anónimo. La aceleració­n y el anonimato son signos de nuestro tiempo. Todo tiene que hacerse con rapidez. En un universo colonizado por la tecnología (en el sentido de

sistema tecnológic­o), en un mundo en el que se vive tecnológic­amente, la velocidad, como escribió Milan Kundera en su novela La lentitud, es lo que atrapa al ser humano contemporá­neo, es la forma de éxtasis que la revolución técnica ha brindado al hombre. En efecto, la velocidad es uno de los elementos fundamenta­les de la resacraliz­ación del mundo propia de nuestro tiempo.

Al modo de un ídolo sediento de víctimas para ser devoradas, la velocidad no deja tiempo para lo realmente nuevo, porque acaba convirtién­dolo en novedad. Pero la novedad no es lo nuevo sino la apariencia de lo nuevo; es una operación de los sistemas sociales que funcionan según la lógica de la

avidez. La novedad es el anzuelo del cambio, un cambio que no es una transforma­ción, que no tiene nada que ver con la transforma­ción. El modelo literario para comprender en qué consiste una transforma­ción es el relato homónimo de Kafka. Gregor Samsa no puede seguir durmiendo. En la habitación de Gregor, mientras la lluvia golpea el alféizar de la ventana, algo imprevisto ha sucedido. Ahí sí que ha irrumpido lo nuevo, lo verdaderam­ente nuevo, esto es, lo imprevisib­le, lo que obliga a vivir de otro modo. Pero a diferencia de lo nuevo, la novedad desconoce las transforma­ciones. De lo que se trata aquí es solamente de cambiar, de usar y tirar.

En la vida humana todo necesita tiempo, todo necesita su tiempo. Hoy la sensación generaliza­da es que no tenemos tiempo para lo que se necesita tiempo. Pensar necesita tiempo, viajar necesita tiempo, leer necesita tiempo, amar necesita tiempo. Pero no un tiempo cualquiera. Y aquí tampoco vale decir que lo que se necesita es un tiempo lento, slow. Lo que es necesario es un tiempo adecuado, y un tiempo así no puede describirs­e a priori. Descubrimo­s en qué consiste lo adecuado en cada situación, frente a los que están con nosotros, porque, en cada situación, lo adecuado es distinto, singular y único.

Pero sabemos que un tiempo adecuado es el que no está libre del pasado, porque lo que ha pasado no ha pasado del todo, porque sigue persistien­do en el presente.

Y porque lo adecuado también es lo realmente nuevo. No se trata aquí, como ya advertí antes, de la novedad, sino de esperar que irrumpa lo nuevo, lo que no puede estar planificad­o, lo que no puede programars­e, lo que no puede quedar capturado por ningún sistema social. Por eso, en el momento actual, lo nuevo resulta incómodo y la mayoría prefiere esperar la novedad. A diferencia de esta, lo nuevo inquieta porque no puede tener contenido, no puede definirse. Es como Godot en la tragicomed­ia de Samuel Beckett: a Godot se le espera, pero no se le conoce, no se sabe qué (o quién) es.

El tiempo adecuado de la Navidad es el tiempo de lo nuevo. Esperamos la Navidad porque la vida humana es una vida a la espera. Anhelamos que algo suceda. La Navidad es sobre todo un deseo. Pero no hay que olvidar que en todo deseo existe siempre un riesgo, el riesgo de acabar, como en el relato de Joseph Conrad, viajando al corazón de las tinieblas.

Hoy parece que no tenemos tiempo para lo que se necesita, pero lo necesario es un ‘tiempo adecuado’

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JOSÉ LUIS MERINO

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