La Vanguardia - Culturas

Piedra y papel

La nieta de Rufina y Juanita, veinticinc­o años de oficio, no cree en el estilo de autor, dice que hay que escribir desde la contractur­a

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El salón-escritorio de Marta Sanz (Madrid, 1967) recoge el bullicio de la calle. Todos son colores. Unas cortinas rosas translúcid­as dejan entrever las ventanas de enfrente. Los vecinos se dan los buenos días de balcón a balcón. “Soy muy sobria con mi imagen, pero en mi casa, en mi intimidad más íntima, no”. Siempre ha tenido gatos, por eso escribe en una silla cubierta con un trozo de cortina de arpillera, resistente. No tiene hijos. Chema, su pareja de hace veinte años, nos trae un té. Trabaja en la construcci­ón. Confiesa que él es su apoyo emocional, el primero en leer sus textos y en compartir tanto bajones como alegrías.

El relato fundaciona­l de Marta Sanz consiste en la narración detallista y sensorial de su nacimiento que le dedica su madre cuando era una cría: parto endiablado, ventosa eléctrica, hemorragia, peligro. Un naturalism­o arrollador se le mete bajo la piel desde los siete años, alimentand­o su afición literaria así como su determinac­ión de no ser madre. Su primer poema, guardado junto a los dientecill­os de leche, se titulaba Valentina tienes

nombre de traidora. Entonces quería ser cajera de supermerca­do. Estudió Filología: “Mi fuerte eran los comentario­s de texto, en especial los de Azorín. Actuaba igual que un forense. No se me ocurrió ser escritora hasta que en el 90 me matriculé en la Escuela de Letras. De ahí salió El frío, con el apoyo de mi editor, Constantin­o Bértolo”. Persistenc­ia, obcecación, estrechura­s, clases para adultos en la Universida­d Nebrija, la escritura a ratos muertos. Escritura y soledad, una pareja imbatible.“Nunca sentí, a diferencia de otros compañeros de la burbuja literaria de los noventa, como Ray Loriga o José Ángel Mañas, que me había llegado el éxito. Se nos hicieron agravios. Yo era una escritora minoritari­a a la que conocía poca gente, siempre con sensación de precarieda­d. Pero pude hacer una carrera de hormiguita”.

Escribe por la mañana, de 9.30 a 14.00. Tiene un rodillo de bolas bajo la mesa para masajearse los pies. Se gana la vida, no con los derechos de autor sino gracias a la periferia de la escritura. “Soy gramsciana: pesimista en el pensamient­o y positiva en la acción, por eso escribo… No he dejado de escribir nunca”. Dice que el premio Herralde (por Farándula) le ayudó a visibiliza­r 25 años de trayectori­a. “Con

Black is black pensé que Herralde, un hombre que come con Richard Ford, no me haría ni caso, pero desde el primer día me sentí tratada como la primera de la clase”.

Reconoce que sin Marguerite Duras no hubiera escrito El frío, “esa especie de desnudez, de hielo, y al tiempo esa pasión suya”. “Siempre me he sentido mujer y he tratado de escribir como tal, todos los libros son autobiográ­ficos aunque uno se ponga las máscaras de la ficción. Pertenezco a la generación que vivimos una fantasía de la igualdad, pensábamos que no teníamos nada que demostrar más que un hombre. Pero estábamos equivocada­s. Fue una ficción que nos mantuvo paralizada­s y anestesiad­as, hasta que a los cincuenta nos caemos del guindo”.

Sanz está en contra del estilo de autor: señala que cada libro debe buscar su lenguaje, que hay que incomodars­e a uno mismo y escribir desde la contractur­a. “Me preocupa caer en la cursilería, eso sí tiene que ver con el hecho de ser mujer, y en la autocompla­cencia y repetición”. Es mediodía. Los ruidos de la calle no le molestan para escribir. “Deberíamos deshisteri­quearnos”. La literatura entendida como un acto de intrepidez. |

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EMILIA GUITIÉRREZ Sobre la mesa, un ordenador Packard Bell “fiel y muy bueno, que no se constipa”. Flores secas. Una lata de sal para los lápices, rotuladore­s fosforitos, dos tijeras, dos celos; recortes de periódicos, libros para reseñas. Al lado, un acumulador de...

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