Hojas de parra, miedos y censuras
Descubrí la relación entre Cervantes y las hojas de parra de la Capilla Sixtina durante los meses que pasé investigando y enseñando en la Universidad de Chicago, hace ya diez años. Un par de días a la semana me unía a los estudiantes de doctorado en la clase de Fred de Armas, uno de los máximos expertos mundiales en el siglo de oro, que venía al aula con sus libros, sus apuntes y un enorme vaso de plástico lleno de yogur y fruta. Fueron unas sesiones magníficas. Hablamos del contexto histórico, de varios dramaturgos menores, de poesía y de teatro, de Lope de Vega, de Cervantes. Leímos algunas novelas ejemplares y un par de entremeses. Y de pronto, un día, entre cucharada cremosa y cucharada frutal, Fred de Armas dijo “en Italia todavía se hablaba de las hojas de parra de la Capilla Sixtina, fue allí donde probablemente Cervantes entendió el modo de combatir la censura”.
Las estancias italianas del futuro autor del tuvieron lugar entre 1570 y 1575. Miguel Ángel había mostrado a la curia sus personajes bíblicos en cueros unos cuarenta años antes, pero tras décadas de polémica, el papa Pío V encargó tras su muerte a uno de sus discípulos, Daniele de Volterra, que disimulara los sexos de los personajes del
Sin transición suave: del lecho de muerte del maestro a la práctica directa de la censura. El Concilio de Trento había dictaminado que el desnudo de los cuerpos sagrados era herejía. De modo que brotaron las hojas de parra hacia 1565 para que el Vaticano no contuviera imágenes heréticas (los actos siempre fueron harina de otro costal).
Desde 1542 existía el Santo Oficio, que determinó la vida adulta de Cervantes. En la línea de Américo Castro, De Armas defiende una lectura del Siglo de Oro atravesada por el sistema de castas: los cristianos viejos (que pueden demostrar pureza de sangre) y los cristianos nuevos (que provienen de judíos y musulmanes convertidos al catolicismo). Cervantes probablemente perteneciera a los segundos, por eso –por ejemplo– se le negó la posibilidad de emigrar a las Indias y mejorar allí su fortuna. Por eso en toda su obra encontramos una clara crítica contra los campesinos incultos y prepotentes que se jactan de ser cristianos viejos (como ocurre en
)y,en cambio, se elogia el diálogo entre religiones, el viaje, la traducción, la cultura del libro (hasta el punto de regalarle la autoría del a un escritor islámico).
En Italia, el joven Cervantes –nos explicó De Armas– probablemente reflexionó sobre el mundo en que vivía, el de la Santa Inquisición y los poderosos a quienes debías convencer de que te ampararan para poder publicar, el de las censuras y los miedos. De ser cierta su teoría, allí decidió practicar el “decir sin decir” tan propio de sus contemporáneos. Criticar a la Corona y a la Iglesia nacional-católicas a través de la parodia y la ironía, máscaras imaginativas para camuflar la cruda y directa realidad. Narrar el Mediterráneo como un espacio de intercambios, de viajes y mestizajes sin fronteras; construir a partir de sus propias experiencias un mundo literario antiimperial y –como diría otro discípulo de Castro, Juan Goytisolo– cargado de hispanoescepticismo.
En la Universidad de Chicago pasé seis meses llenos de estímulos y de lecturas. Pero allí también conocí la traición: un compañero, profesor y estudiante de doctorado como yo, me delató ante las coordinadoras del departamento. Mi falta no merecía el destierro ni la amputación de un brazo, se podría haber corregido fácilmente y con buenas maneras, pero aquel individuo no dudó en ponerme en una situación incómoda, en un e-mail colectivo. Los Estados Unidos, ese imperio pudoroso y políticamente correcto; ese nuevo reino de las censuras.