Hollywood y la negritud como espectáculo
Se estrenan unas cuantas películas norteamericanas dedicadas a la cuestión racial y protagonizadas por personajes negros. Algunas incluso optan a diversos premios en los Oscars que se entregarán el próximo 26 de febrero. Reflexionamos sobre el fenómeno y
Recuerdo ¡Hola, mamá!, aquella película que Brian De Palma dirigió en 1970, como una de las ocasiones en que el cine norteamericano ha abordado la cuestión de la negritud con mayor honestidad. Su protagonista, el aprendiz de cineasta neurótico interpretado por Robert De Niro, se topa con un grupo de activistas negros que se dedican al teatro y acaba formando parte de una peculiar performance: los espectadores se convierten en rehenes de los intérpretes, que a su vez transforman la representación en un secuestro. Pocas veces se ha enunciado con tal claridad la raíz del asunto, el modo en que un determinado público puede verse enfrentado a determinados discursos radicales, por otra parte quizá los únicos posibles al hablar de ciertos temas como la cuestión racial. Pocas veces se ha hablado tan claramente de la violencia inherente a esa relación. Y muchas menos aún en el cine comercial americano de las décadas siguientes, por lo general esclavo de una máxima hipócrita: hablemos de negros, sí, pero apelando al universo de los sentimientos, no al de la política.
Pues bien, he aquí que se estrenan ahora diversas películas relacionadas con el tema. Y he aquí que todas o casi todas resultan nominadas y premiadas en las distintas convocatorias que Hollywood dedica a sus asuntos de negocios. No, no se confundan. Toda esta eclosión no tiene nada que ver con la Nueva Era del Emperador Trump. Ocurre sencillamente que, en la última edición de los Oscars, las quejas de los profesionales afroamericanos por su ausencia en las nominaciones despertó la voracidad de la industria. Simple cuestión pecuniaria, por lo tanto. Y de intereses gremiales, claro está. Sea como fuere, todas han acabado respondiendo a un mismo patrón, aunque con ligeras variaciones. Se trata de películas paternalistas con sus personajes negros y que buscan con desesperación la aprobación de su público, mayoritariamente blanco. Incluso Loving, de un cineasta blanco tan original como Jeff Nichols, y Moonlight, el esforzado intento de un profesional negro como Barry Jenkins, acaban cayendo en esa persecución del prestigio a toda costa que culmina en la pomposidad.
Estamos hablando, por lo tanto, de la cuestión del espectáculo, que ya sabemos que en Hollywood –y sobre todo en el mendaz Hollywood contemporáneo– siempre debe continuar. Se trata de plantear el motivo racial como espectáculo. Y se trata, en fin, de convertir al espectador en un rehén de ese espectáculo, tal como profetizaba sagazmente De Palma en ¡Hola, mamá! ¿Cómo se consigue eso? Forzando la identificación, masajeando el lagrimal, incluso provocando la indignación. Hasta cierto punto, por supuesto, pues al salir del cine todo tiene que
El cine americano suele ser esclavo de una hipocresía: hablemos de negros, sí, pero apelando al universo de los sentimientos, no al de la política
estar arreglado. De ahí esa obsesión, como sucede en Loving, por partir de hechos reales. Eso ocurrió de verdad, pero ahí queda: clasificado en los dossieres de prensa y ahora en las imágenes de una película. Pertenece al pasado, no puede ser objeto de lucha política, debe guardarse en ese engañoso cajón de sastre que es la memoria histórica. Al principio de
Loving, la pareja interracial que protagoniza la historia aparece en penumbra, sus perfiles recortados en la noche, como si se tratara de dos siluetas que nos hablaran desde el marmóreo panteón de las cosas pasadas. Al final de Moonlight, el homosexual negro y su amigo quedan frente a frente sobre un fondo neutro, como un par de figuras que ya están más allá de todo, de las que sólo se puede hablar en esos términos –digámoslo así– monumentales, casi conmemorativos. ¿Dónde está la realidad del dolor, del sufrimiento que ha provocado el racismo?
Todo tiene que ver con la puesta en escena, ya lo sabemos. Nichols y Jenkins son dos cineastas sensibles, atentos al modo en que dicen las cosas, y aun así caen a veces en esas obviedades. En El nacimiento de una
nación, de Nate Parker, hay un momento en que ese velo del espectáculo complaciente está a punto de verse rasgado por el poder de la puesta en escena. El esclavo se levanta en armas, recluta a un ejército de desheredados como él y mata a su amo. Y todo se convierte por unos instantes en una película de horror, en la representación de un microuniverso antes estable que ahora se ve alterado por la violencia de quienes no tienen nada que perder y por ello actúan al margen de cualquier consideración racional. Pronto, no obstante, las aguas vuelven a su cauce y la película termina épicamente, glorificando a su héroe de una manera que resulte aceptable por todo tipo de públicos. El espectáculo puede continuar, como ocurre en Fences, donde Denzel Washington sitúa a sus personajes en una especie de zoo al que los espectadores se asoman al igual que niños sedientos de diversión. Mira qué hacen esos negros, mira cómo hablan, mira cómo se mueven, parecen monos al son de un organillo…
Pero la más obscena de estas películas es sin duda Figuras ocultas, donde tres mujeres negras pero inteligentes –la trama se encarga de subrayar el adversativo– se ofrecen como espectáculo para un público que las celebra mientras come sus palomitas. Son listísimas, pero también divertidas, agudas, dinámicas. De hecho, el director Theodore Melfi las opone a blancos siempre aburridos o malhumorados y sitúa a una de ellas, en el fondo la protagonista de ese falso colectivo, bajo la mirada atenta de su comprensivo jefe Kevin Costner, el santón liberal, el garante de la continuidad del espectáculo hollywoodiense, el jefe de pista. No en vano la actriz protagonista que interpreta a esa mujer, Octavia Spencer, ha sido nominada al Oscar, pero como secundaria. La industria, pese a lo que pueda parecer, no se contradice nunca. Y en su interminable mascarada, los negros –y más si se trata de negras– siguen siendo los eternos secundarios, los marginados de la puesta en escena de la sociedad global. Entre tantos otros,claroestá.
De ‘Loving’ a ‘Fences’, el poder de la puesta en escena no consigue desafiar el espectáculo complaciente