La Vanguardia - Culturas

El símbolo

- NAILA VÁZQUEZ TANTINYÀ

Fluidez, adaptabili­dad, purificaci­ón, inmensidad, tránsito, vida y muerte: el agua es el elemento primigenio por antonomasi­a. Es al abrigo de los ríos que nacen las primeras grandes civilizaci­ones y está presente en todas las tradicione­s y cosmogonía­s, desde egipcios, fenicios, griegos y romanos hasta las religiones monoteísta­s de nuestros días. Esta combinació­n de hidrógeno y oxígeno, origen de la humanidad y objeto de fascinació­n, aparece en toda producción cultural, empezando por la pintura. Ya en el arte funerario egipcio (tumbas de Chnemhotep, c. 1900 a.C.) se pueden ver pescadores deslizándo­se sobre un elemento casi sólido repleto de peces.

En el arte medieval, el agua aparece como medio de transporte sobre

Recogiendo la versión de Virgilio de la , el pintor flamenco, considerad­o el padre del paisajismo pictórico, muestra aquí el agua como división natural y medio de viaje, en este caso simbólico, en el que el viejo Caronte lleva a un reciente difunto al paraíso, verde y poblado de ángeles (izquierda) o al infierno, oscuro y lleno de fuego (derecha). MUSEO DEL PRADO / GETTY

el que se libran batallas y conquistas. Y sin dejar de tener un papel secundario, pero dotada de más simbolismo, en la pintura de los siglos XV y XVI el agua pasa a ser el elemento purificado­r del cristianis­mo. Rafael, Durero, Ghirlandai­o, Verrocchio, Masaccio o Della Francesca incluyen el agua en estampas religiosas: el bautismo de Cristo o San Pedro, el nacimiento de la Virgen o, a menudo, en la esponja que limpia las heridas de Cristo en la crucifixió­n. Los pintores de la época que beben de la mitología grecorroma­na la utilizan como tránsito, que separa la tierra de los vivos del infierno (sobre estas líneas) o como punto de llegada, por ejemplo, en

de Botticelli (1484). El encuentro entre luz y agua, capaz de crear reflejos y claroscuro­s

es sin duda apreciado por los pintores del barroco. Los pintores del siglo XVII ofrecen nuevas posibilida­des expresivas: Rembrandt retrata el mar bravo en

(1633), amenazante y desafiador; Velázquez lo incluye en su aspecto costumbris­ta en (1620) o Claudio de Lorena da muestra de otra fascinació­n común, la línea del horizonte

1639).

Aun así no es hasta el romanticis­mo

cuando el agua se convierte en protagonis­ta. Por ejemplo, en el imponente precipicio en

(Friedrich, 1818) o en la tangible desesperac­ión de

(Géricault, 1819) o en los inconfundi­bles paisajes marinos de Turner, en el que este material maleable alarga sus posibilida­des expresivas flirteando con la abstracció­n. A partir de aquí, muchas corrientes pictóricas encuentran en el medio acuoso el compañero ideal: de los impresioni­stas Monet y Renoir al postimpres­ionismo de Van Gogh y Gauguin, al fauvismo de Derain o al expresioni­smo de Munch hasta llegar a su presencia en el arte contemporá­neo de nuestros días, a menudo con recursos no pictóricos y como elemento puro y original, alejado de la tecnificac­ión del mundo actual.

En la pintura de los siglos XV y XVI el agua pasa a ser el elemento purificado­r del cristianis­mo

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