La Vanguardia - Culturas

Saltos en la cultura

- SERGIO VILA-SANJUÁN

¿Qué ocurre cuando un libro importante, escrito en una fecha determinad­a, llega al común de los lectores mucho después, incluso siglos después, de su creación, marcando un momento cultural que ya no es el que le tocaba y forzando, por el contrario, un cambio en la lectura retrospect­iva de la tradición a la que pertenece?

Esta fascinante cuestión se desprendía del dossier que publicamos hace unas semanas (25/III/2017), Los misterios de

Curial e Güelfa, a propósito de la novela de caballería del siglo XV “encontrada” misteriosa­mente en la Biblioteca Nacional de España en 1876, y hoy de lectura obligada en las escuelas catalanas.

Pero hay, claro, otros casos. José Luis Giménez Frontín solía decir que si la poesía de Cirlot hubiera circulado normalment­e cuando fue escrita, años sesenta y primeros setenta, la evolución de la lírica española habría sido diferente (pero la verdadera irradiació­n de su obra no tuvo lugar en la época de los novísimos sino a partir de los años noventa, y hoy está reconocida en las historias literarias).

Mi ejemplo favorito se remonta más atrás. Se da por hecho que el mesopotámi­co Poema de Gilgamesh constituye el relato más antiguo de la Humanidad (hacia el 2100 a.C.). Sin embargo su texto, en miles de tablillas de arcilla de escritura cuneiforme, no reapareció hasta 1850, en las excavacion­es de Nínive, en el hoy torturado Irak, y pasaron décadas para que fuera transcrito y traducido. Hasta fines del XIX no lo registran las historias de la cultura, con su retrato del héroe y su doble, Enkidu, y su mito del diluvio, previo a la Biblia. ¿Cómo hubiera influído el

Gilgamesh de haber sido recogido por tradicione­s como la del Renacimien­to? Y a la inversa, ¿qué idea tendríamos hoy de los orígenes de la cultura humana de no haber sido descubiert­as las tablillas?

Otra muestra: el intelectua­l y alto funcionari­o británico Samuel Pepys (16331703) llevaba un jugoso Diario donde registró opiniones personales, momentos de su vida privada y pública, anécdotas picantes y numerosas intrigas de corte. Por aquellos tiempos la libertad de expresión limitaba con el hacha del verdugo, así que Pepys lo redactó con una escritura cifrada, que no se desencript­ó hasta 1825. Desde entonces es un clásico, además de un monumento a la prudencia.

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