¿Positiva o negativa?
Cuando en el año 1996 Orlando Figes publicó su extraordinario libro de historia narrativa La revolución rusa (1891-1924). La tragedia de un
pueblo, solo hacía cinco años que los archivos estatales de la antigua Unión Soviética se habían abierto a los investigadores.
Fue una buena noticia, porque a lo largo del siglo XX, intelectuales de todo el mundo se habían debatido entre dos visiones contrapuestas: ¿constituyó la revolución rusa el alba de una nueva época para la humanidad, más libre y más justa, como sostenían los comunistas y sus numerosos “compañeros de viaje”, o bien había constituido el caballo de Troya de un nuevo despotismo que sucedía al zarista, el estado policial con voluntad expansiva que amenazaba precisamente al mundo libre, como sostuvieron anticomunistas de toda laya e izquierdistas críticos que se habían desengañado en la misma URSS, como Gide o nuestro Julian Gorkin y, ya en los años setenta, disidentes como Solzhenitsin con sus decisivas crónicas del gulag? Para dilucidarlo sobraba ideología y faltaban datos positivos, como los que Figes y otros historiadores han ido encontrando después.
La conclusión del británico es desalentadora. La revolución rusa “desencadenó un vasto experimento en ingeniería social que fracasó horriblemente, no tanto a causa de sus dirigentes, muchos de los cuales lo habían iniciado con los más elevados ideales, sino a causa de que sus ideales eran en sí mismos imposibles”. La misma personalidad de Lenin, con un hermano ejecutado por el zar, voluntariamente insensible ante el sufrimiento ajeno, lo había abonado. Pero la idea de que un estado autoritario podía implantar la igualdad y mejorar a los seres humanos era en sí dañina. Millones de muertos por la represión, las hambrunas –que llevaron al canibalismo– y la guerra civil en los años posteriores a 1917 lo hicieron patente. Llegando a su clímax con la monstruosidad del estalinismo y, de nuevo, sus millones de muertos.
El debate, por supuesto, sigue abierto. En este suplemento no aspiramos a dar respuestas pero sí a ofrecer una puesta al día de los elementos culturales recientes en torno a la revolución rusa: los libros y las exposiciones que se celebran (en España solo la del Museo Ruso de Málaga; eso sí, de primer nivel). Sobre aquellos días que en expresión de John Reed, consiguieron conmover el mundo. Pero la revolución, concluye Figes, no fue inevitable. Rusia podía haber seguido un camino más democrático. La historia la escriben los hombres y mujeres y no está prefijada. Y las grandes utopías, como señaló Ortega, mejor tomarlas con gaseosa.