LA REVOLUCIÓN DEL CINE FUE RUSA
Se produjo ocho años después del golpe bolchevique de 1917 y sucedió en una pantalla frente a la que el espectador era interpelado por un nuevo lenguaje narrativo que iba de la imagen al sentimiento y del sentimiento a la idea. El propósito innovador de S
De El nacimiento de una nación (Griffith, 1915) a la epopeya de la metamorfosis de un imperio sólo distan una década y dos grandes directores para los que el corazón del cine residía en la magia del montaje. Un arte con el que David W. Griffith contaría la guerra de Secesión norteamericana y Serguéi M. Eisenstein los prolegómenos de la revolución rusa y la consolidación de Stalin como líder ideológico. El primero lo haría a través de la acción fragmentada y la profundidad de campo, y el segundo buscando que sus películas fuesen una montaña rusa de agitaciones emocionales. Hasta la irrupción de este cineasta, definido por su talento vanguardista, su admiración por el cubismo y su espíritu rebelde, forjado en sus lecturas sobre la Comuna de París, las adaptaciones cinematográficas sobre la revolución de octubre fueron un asunto peliagudo para la industria norteamericana. Su historia carecía de gancho comercial, y ningún actor estaba dispuesto a encarnar a un héroe comunista.
La caza de brujas, a comienzos de los años cincuenta, dejó muy claro que la política de izquierdas era una cuestión pantanosa. Todos sabemos que la conciencia y la rebeldía convierten en Sísifo al hombre contemporáneo. A pesar de ello, la industria contó con directores europeos que sutilmente se aproximaron al tema, con una conveniente máscara de comedia. El primero en hacerlo fue von Sternberg con La última orden, de 1928, a través de un general ruso arruinado que al participar en el rodaje de una película –como extra– de Hollywood, acerca de un soldado que participó en los sucesos de 1917, se reencuentra con sus recuerdos y evoca su romance con una revolucionaria. Ernst Lubitsch le siguió en 1939 con la divertida Ninotchka y los estrafalarios embajadores que desembarcaban en un hotel de lujo americano para vender un collar de la gran duquesa y obtener dinero para el gobierno revolucionario. Tibieza y aplausos complacidos que no despertaron el interés tecnicolor de los grandes estudios.
Hubo que esperar a que la intelligentsia norteamericana de la guerra fría considerase Doctor Zhivago ,la novela subversiva del Nobel Borís Pasternak, una eficaz arma de propaganda. A partir del año 1958 se promocionó consiguiendo desplazar de la cabecera de best sellers a Lolita de Nabokov y convirtiendo su historia en la épica película de David Lean, con la que el gran público occidental se sumergió desde la perspectiva crítica norteamericana en la gran metamorfosis rusa de 1917.
Los 170 planos de la rebelión
Todo empezó en las escaleras de Odesa. El exterior improvisado, a causa de la lluvia en el escenario real de Leningrado, donde Eisenstein inventó la epifanía de la escena más potente de El acorazado Potemkin ,su lección de cine y de propaganda, de arte y verosimilitud de los hechos, centrada en el domingo sangriento de 1905 en el que se produjeron en todo el territorio ruso revueltas campesinas y huelgas en las fábricas. En las fuerzas armadas, compuestas por jóvenes obligados al servicio militar, el descontento no era menor.
El 14 de junio de 1905, el acorazado Potemkin se encontraba en alta mar cuando los mandos del buque pretendieron obligar a la tropa a comer carne podrida e infestada de larvas. Ante la negativa de la tripulación a semejante humillación los mandos respondieron con amenazas, provocando que la temperatura de la tensión estallase en un tiroteo en el que algunos oficiales cayeron abatidos, y otros fueron arrojados por la borda. A partir de ese momento el buque es un motín corsario de los marineros que izan la bandera roja. Por la noche el barco atraca en Odesa, donde se está llevando a cabo una huelga general y el pueblo homenajeará a la heroica tripulación. Una gesta contra la que las autoridades zaristas envían buques para acabar con el Potemkin. Sin embargo, la solidaridad de los soldados de estos barcos provoca que se desoigan las órdenes de disparar contra el barco insurgente.
Esta rebelión supuso un importante golpe contra el zarismo y el inicio de una revolución, culminada en octubre de 1917. El gran logro de la pelí-
cula, además de su tratamiento de la revolución con indiscutible rigor histórico, es la excelencia fílmica entre la lectura de la tradición y su aportación vanguardista al cine. Einsenstein juega por un lado con la tragedia griega y divide los 90 minutos del nervio narrativo de la trama en cinco actos: Hombres y gusanos; Drama en el alcázar; Llamada de la muerte; La escalinata de Odessa y Encuentro con la escuadra. Y por otro, deja patente su talento para hacer del montaje un arte: mitad discurso escénico sobre la épica, mitad truco ilusionista para inflamar el ánimo del espectador.
Su abracadabra es la famosa escena de la escalinata de Odesa, la magistral secuencia cinematográfica de un genio que busca el efecto psicológico, y en la que narra entre el movimiento y el vértigo los 170 planos que componen el abatimiento a tiros de los habitantes de Odesa en su intento de llegar al palacio gubernamental. Los 170 planos de la secuencia la alargan en seis minutos, dilatando así el tiempo real de una escena montada entre imágenes de gran dinamismo y los claroscuros de la iluminación –influjo del expresionismo alemán– en las que la gente huye despavorida. En la duración de la misma, Eisenstein enfrenta los planos de los soldados, enfocados desde un ángulo vertical,