La Vanguardia - Culturas

Lutero ignora el reposo

Aparece la gran biografía escrita por la historiado­ra australian­a Lyndal Roper sobre el reformador; lo comentamos junto a otros libros

- JOSÉ ENRIQUE RUIZ-DOMÈNEC

Es un hombre difícil de definir, escribe Lyndal Roper, abriendo la puerta alas lecturas que se están haciendo sobre Lutero con ocasión del cumplirse quinientos años del gesto de clavar las 95 tesis en la iglesia del palacio de Wittenberg el 31 de octubre de 1517. Leer su vida es buscar un trozo dela historia de Europa a comienzos de la edad moderna.

Lutero nació el 10 de noviembre de 1483 en E is le ben, S ajo ni a, en el seno de una familia minera. Pasó la infancia en la ciudad vecina de Mansfeld, entre el olor al fuego de las fundacione­s y los caminos fangosos. Estudió en Erfurt, donde eligió llamarse Luther en lugar de Luder, el apellido familiar. Empezaba así el proceso de distinción que le convirtió en un hombre singular. Todo se gestaba en la dirección deseada por su padre, que le quería abogado. Pe- ro un día, en medio de una tormenta, escuchó la voz de Dios: no hay motivos para dudar lo, desde luego es razón suficiente para que mucho sacudan en peregrinac­ión a ese lugar. Entró en un convento de agustinos donde aprendió el sentido de la humillació­n: fueron años de plomo, en los cuales siempre recordó los rayos y truenos de la tormenta quele llevó a tomar esa decisión. En una escapada, acude a Roma, donde descubre que la Iglesia se ha alejado del evangelio. Regresa a Alemania con un gesto de preocupaci­ón en el rostro.

La iglesia del palacio de Wittenberg fue el escenario perfecto para la realizació­n del acto que le hará entrar en la historia a lo grande. El 31 de octubre de 1517, a los 24 años, clavó en sus puertas las 95 tesis. Quizás no fue exactament­e así, como nos ha llegado por la tradición, y nos gusta pensar como hizo su discípulo el filósofo Melanchton, pero sí lo fue en intención, pues el texto lo dirige al arzobispo Alberto de Maguncia. Y luego no hay más remedio que aceptar ese acto teatral como parte de la predicació­n de su doctrina.

Adoptar una pose es la clave, puesto que el reconocimi­ento del yo se hace en Alemania en esos años a través del retrato como enseña Durero al ponerse él mismo como modelo. Hay que moverse en la historia como si fuese un escenario. Lucas Cranach le enseña a Lutero a posar mientras le retrata; le enseña a representa­r, noa fingir, una distinción clave cuando le toca defender sus ideas. Alcanza la celebridad, un hombre carismátic­o, apasionado, incapaz de perdonar a quienes fueron desleales con él o estaban equivocado­s; también avisado de que no basta con el contenido de las ideas, es preciso una forma de decirlas para que no se vieran como las quimeras de un monje atormentad­o que gime ante la corrupción de la Iglesia. Su vida se convirtió en una caja de estrategia­s.

Con este bagaje se presentó ante el emperador Carlos Ven la Dieta de Worms en abril de 1521. Al llegar se vio rodeado de multitud de seguidores, fanáticos, ávidos de conocerlos detalles del encuentro. Su teología cobraba vida cuando escenifica­ba la tensión psicológic­a de pensar la. Estaba en el lugar perfecto para demostrarl­o. Ante el señor del mundo. No tenía interés en convencerl­e de que dejara de ser católico, sólo esperaba un gesto magnánimo. Puro teatro. Por eso, respiró profundame­nte en medio de la sala donde se dirimía su suerte y expuso con brevedad las claves de su doctrina: “Amenos que yo sea convencido por la escritura y evidente razón, mi conciencia es deudora del apalabra de Dios ”.

La escena permitió su definición como reformador, ya que para él la salvación se alcanza mediante la fe (nada de indulgenci­as) porque está enraizada en la conciencia del individuo. Ya ha dicho lo que quería decir, queda el gesto de quien domina la escena. Roper escribe: “La insistenci­a (de los agentes del emperador) en que Lutero se humillara no hizo más que enconar la situación. Al llevar el debate al ámbito de la teología moral y centrarse en el papel que Lutero representa­ba, daban visibilida­d a éste como ser humano y lo situaban en el centro del escenario”. Lutero en estado puro. No hay mayor gracia de Dios que la convicción moral de lo que hace. Tiene razón Heinz Schilling cuando sitúa su labor en el contexto histórico que da lugar a esa reunión y le da peso a su adversario Carlos V.

En el castillo de Wartburg, donde se esconde de la guardia, traduce la Biblia al alemán. Revela así el objetivo de su movimiento: promover la Reforma. Es finales de 1521, y aparece Andreas Karlstadt para evocar el fantasma que persigue al innovador. La doctrina( lo que se llamará luteranism­o) es más radical que Lutero. Eso queda claro durante la guerra de los campesinos que se valora como una salida-de-sí de Alemania, lejos del amoral de sus ciudades: una agitación revolucion­aria que con eufemismo pastor al llaman “fraternida­d evangélica”. Era el momento de Thomas Müntzero Heinrich Pfeiffer, pero ambos subieron juntos al patíbulo en mayo de 1525.

Lutero se interesa por la vida privada, interpreta­ndo el final de los campesinos con un lenguaje apocalípti­co como si tratase de un drama sacro. Se centra en el matrimonio y la carne: tema de ardiente debate que le alejaría para siempre del mundo católico. Propone el fin del celibato de los sacerdotes; augura un mañana donde se equilibra la fe y el goce carnal. Se mantuvo firme en sus ideas, ponderado, atento a lo que se decía en su nombre. Trabaja con denuedo, para él un sermón es un tesoro. Ante el reto del erasmismo, propone profundiza­r en la angustia religiosa de todo hombre con deseo de alcanzar la salvación. Litiga con todos. Se siente alemán y no para de escribir, de viajar, de predicar; lo hace sin descanso, ya que, al igual que Sísifo, Lute ro ignora el reposo.

El teólogo y fraile católico se convirtió en una caja de estrategia­s entre sus ideas y la forma de comunicarl­as

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ARCHIVO Retrato de Martín Lutero pintado en 1533 por Lucas Cranach ‘el Viejo’
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