Cuadros generadores de historias
La ficción que pone en escena a pintores y cuadros tiene una acreditada tradición. Bastaría recordar títulos como La obramaestra
desconocida de Balzac (que encantaba a Picasso); La obra de Zola (que sulfuró a Cézanne); El
retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde; El mentiroso de Henry James; o Maestros antiguos de Thomas Bernhard, donde el protagonista acude día sí día no al Kunsthistorische Museum de
Viena para regodearse en los Tintorettos y Tizianos.
En los últimos años la floración de novelas sobre cuadros ha ido amás, y los grandes capola
voros han servido a los escritores para activar tramas lomismo en clave de thriller que costumbristas o simbólicas. Famosamente Dan Brown se vale de la Mona Lisa en El código Da Vinci para desarrollar una electrizante historia conspirativa. Pérez-Reverte en La tabla de Flandes toma como motivo la obra de un primitivo flamenco, Pieter Huys, y sobre ella proyecta un argumento policial. ¿Y qué decir del partido que le han sacado al XVII holandés las autoras Tracy Chevalier y Dona Tartt. La primera en La joven de la perla se inspira en el cuadro del mismo título, de Vermeer, y relata la vida de esta criatura, imaginándola como sirvienta y musa. Dona Tartt, por su parte, en El
jilguero introduce el cuadro sobre este pajarito y lo utiliza como detonante de un caso de terrorismo global en Nueva York. En fin, otra novela que explota muy bien la sugestionabilidad de un cuadro es La flor
del mal de Miquel Molina, quien arma una intriga absorbente a partir de un retrato femenino de Courbet que reflejaría nada menos que a la verdadera Madame Bovary.
De izquierda a derecha: ‘La joven de la perla’ (1665) de Vermeer; ‘La partida de ajedrez’ (1471) de Pieter Huys; ‘Retrato de una dama española’ (1885) de Courbet, sobre la que gira la obra de Miquel Molina y ‘El jilguero’ (1664) de Carel Fabritius
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